Recordar no cura el trauma.

“Yo diría a fin de cuentas que de lo que se trata es menos de recordar que de reescribir la historia”. Jacques-Marie Émile Lacan.

El valor de mostrarle al psicoanalizado el origen de una convicción como la de una determinada «representación que tiene de sí mismo», es decir cuando se autodefine o etiqueta como un “adicto”, “codependiente”, etcétera es con la finalidad de quitarle ese carácter de absoluto, ofreciendo la oportunidad de tomar distancia con respecto a aquélla y verla, no como algo que se ubica fuera de discusión, sino como el resultado de ciertas condiciones que intervinieron en su producción y que deben estar presentes en el discurso del psicoanalizado.
A la creencia del psicoanalizado: “Yo me siento inferior porque lo soy en realidad, o porque «siempre» he sido así”, abre la posibilidad de que se plantee que el sentirse inferior no tiene como única explicación su correspondencia con la realidad, de la que sería el juicio adecuado, mero reflejo, sino que depende de otro orden de causación que es el de la razón por la que se fue elaborando esa creencia. A la cerrada conclusión que llega el sujeto de sí mismo, de que se siente inferior porque simplemente lo es, el psicoanalista debe responder reformulando la problemática: ¿Qué es lo que hace sentirlo de tal manera, qué puede ser independiente de cómo usted es? En definitiva, aquí la labor psicoanalítica consiste en romper el espejismo en que el psicoanalizado se encuentra al justificar la representación mental de sí, por una supuesta realidad.
“Muchas veces se defiende la creencia, por por el público en general, e incluso por «profesionistas de la salud mental», que al recordar la historia pormenorizada del psicoanalizado traerá por consecuencia su «cura», esto es algo que resulta ingenuo pensar, con la acción de recodar lo olvidado (o mejor dicho, lo reprimido) no es sinónimo que desaparezcan los efectos negativos que tiene lo reprimido sobre la psique del sujeto que son representados por los síntomas”.
No es posible cambiar o rehacer la historia individual, cada acontecimiento va conformando la subjetividad pero lo que resulta efectivo es establecer nuevas significaciones a ese pasado, observando desde otros enfoques el ayer es la manera de reescribir la historia particular. Y esto es lo que posibilita la regeneración. No lo hace por la mera fuerza del «recuerdo», sino que en el proceso de hacerlo se «reorganiza el mundo conceptual», es decir se resignifica la experiencia.
Tomemos el caso de un sujeto con “depresión culposa”. En estas circunstancias habrá que diferenciar si los sentimientos de culpabilidad son por la agresividad del sujeto o fundamentalmente por que tiene de sí la imagen de ser agresivo, la que no depende obligatoriamente de aquélla. Si este fuera el caso se abre el mismo camino para analizar la representación desvalorizada de sí, ya que al enfatizar que la culpa es por la agresividad no hace sino repetir lo que el sujeto manifiesta, reforzando su psicopatología. Si la causa fuera en cambio la agresividad del sujeto, la dureza de su conciencia crítica, se inicia la ardua tarea de detectar las causas de la misma, con toda la multiplicidad de condiciones determinantes que inciden en su producción.

La depresión histérica.

“Ahí donde los fármacos silencian, es importante escuchar al que sufre”.

Cuando el sujeto recurre a psicoanálisis, o a cualquier otro tipo de psicoterapia, transmitirá de acuerdo con su subjetividad el malestar que padece y procurará proveerle de cierto sentido. La demanda que se pone en evidencia al inicio no siempre resulta ser el meollo del asunto, por lo que es importante señalar que habrá una demanda manifiesta y otra subyacente, esta última es la que permanece oculta para el psicoanalizado y en la que se enfocara el psicoanálisis.
En la vida cotidiana se habla de síntomas: depresión, ansiedad, insomnio, etcétera, términos que se han popularizado tanto como los fármacos destinados a “curar” dichos padecimientos, pero lo que realmente importa es que estos sujetos tienen cosas que decir, malestares que querrán explicar detalladamente a otro para recibir una explicación que, tal vez, confiera un poco más de sentido a eso para lo que no encuentran una certera respuesta. Detrás de los síntomas depresivos, de llanto, de tristeza, de sensación de abandono, subyacen voces y palabras que dan cuenta de algo más.
En algunos casos, estos síntomas depresivos pueden ser la vía de entrada a una personalidad que habla, que se transforma y que se adapta no para cambiar, sino más bien para mantenerse tal como está y, es decir sintomática, con lo cual obtiene su “Goce”.
Cuando son mujeres las que recurren a psicoanálisis, al referirse a su vida amorosa, regularmente hacen hincapié en las múltiples insatisfacciones, abandonos y frustraciones que han padecido por culpa sus parejas, además es común que este tema le genere incomodidad al punto de evadirlo casi de inmediato, existiendo una notable carga de angustia en su discurso. Sus conflictos pueden ir desde olvidarse de cosas importantes que deben realizar hasta un marcado desinterés por las relaciones sexuales. Con una sensación de tristeza permanente, acompañada de desgano y falta de entusiasmo, pérdidas ocasionales de memoria que conducen a estas mujeres a cometer errores y pasar malos momentos, con una demanda latente que se dirige a buscar paliativos para ocultar síntomas depresivos que se desprenden de una sensación constante de soledad y abandono.
El estado de ánimo deprimido, la disminución de la capacidad de disfrutar y la merma de la vitalidad, dan cuenta de claros síntomas depresivos, aunque estos no siempre pertenecen a un cuadro patológico. Cuando hablan de su historia y de sus pérdidas afectivas cercanas, dan cuenta de una forma particular de sufrimiento.
En su obra de “Duelo y melancolía”, Sigmund Freud se refiere a esta última de la siguiente manera: “La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”.
Nos encontramos por lo tanto que existe una pérdida de interés en el entorno. La función de la memoria requiere de un mínimo de atención hacia el entorno.
Cuando se da un repliegue de la atención, la función de la memoria será perjudicada. En términos netamente prácticos, esto podría adjudicarse a un estado depresivo (distímico) que ha ido agudizándose y prolongándose a lo largo del tiempo. Esta particular forma de sentirse, es una recurrencia por las pérdidas sufridas, que pueden abarcar el abandono de algún progenitor en la infancia, quebrantos amorosos en la vida adulta… por lo cual la histérica expresará: “es mejor olvidarse”, tal y como se olvida de todo lo demás: llaves, monedero, citas, nombres, etcétera.
Freud se refiere en “Duelo y melancolía” a los autorreproches del enfermo, además que la predisposición a la melancolía depende del predominio del tipo narcisista de la elección de objeto, en la que el sujeto elige su objeto amoroso como él es, o como le hubiera gustado ser.
Jacques-Marie Émile Lacan en el seminario 10 de “La angustia”, planteó que, si bien la “falta” generaba deseo, la “pérdida” generaba la vacilación del deseo. Esta vacilación del deseo es visible en situaciones de afectos depresivos. La pérdida provoca, la mayoría de veces, la ilusión de que aquello que se perdió es lo único que se desea realmente.
En una observación meticulosa regularmente se desprende que esos abandonos sufridos por las histéricas a cargo de sus parejas, fueron ellas las que verdaderamente propiciaron directa o indirectamente el alejamiento, con los más diversos argumentos o excusas, esto puede ser entendido como un intento de prevenir que sean ellas las primeras en ser abandonadas, aunque paradójicamente ese acto de alejarse también las deja solas.
Muchas mujeres que son diagnosticas como depresivas, distímicas, ansiógenas, etcétera son en realidad féminas que presentan una personalidad histérica. Mujeres que hablan sobre penas, sobre la falta de alguien a su lado para no sentirse solas. Con lo que dejan ver una imagen idealizada de la que parecerían desprenderse de sus más íntimos anhelos de que “tal vez”, alguien podría darle lo que necesita.
La histérica está destinada a la insatisfacción permanente, sin embargo, esta es una posición que, paradójicamente, permitirá a este tipo de mujer continuar en su incesante búsqueda, búsqueda que la colma de “Goce”.
Existe una característica de la histeria muy importante que es la identificación. En su obra “Psicología de las masas y análisis del yo”, Freud expone tres tipos de identificación. La primera se refiere a “la exteriorización más temprana de afecto con otra persona”. Freud habla de esta primera identificación como aquella que prepara el camino para el Complejo de Edipo, que aflora cuando la identificación con el padre, en el caso del niño varón, se enfrenta con la investidura de objeto que tiene hacia la madre. Los dos tipos de identificación restantes se referirán, especialmente, a la formación del síntoma histérico.
El segundo tipo de identificación, “pasa a sustituir a una ligazón libidinal de objeto por vía regresiva, mediante introyección del objeto en el yo”.
Cuando entran en acción las fuerzas represivas, la investidura de objeto retrocede hacia la identificación, por lo que la formación de síntoma se convierte en una forma de identificación con el objeto amado. Este es el tipo de identificación que se presenta generalmente en la histeria. La histérica se identifica con el objeto perdido, o con el afecto perdido de tal o cual objeto (madre, padre). Al desarrollar el concepto de identificación, salta a la vista que la identificación de la histérica es con el objeto; identificación que se traduce en su vida adulta en la repetición de sus abandonos y separaciones y que nos inclina hacia una personalidad histérica con síntomas depresivos.

El origen de los trastornos psíquicos provienen casi siempre del entorno familiar.

“La vida en familia es como un viaje largo por mar, que nunca acaba; y ya se conoce el proverbio; a medida que avanza la travesía se agrían los caracteres”. Emile Tardie.

El «Yo representación» es equivalente a lo que autores como Edith Jacobson y Joseph Sandler denominan «representación del Self».
La idea —excelentemente trabajada en la Teoría Lacaniana— de que el «Yo representación» no es el sujeto sino una especie de máscara, es equivalente a otros desarrollos paralelos en el psicoanálisis, aunque no pueden considerarse como sus antecedentes porque pertenecen en realidad a distintos marcos teóricos. En ese sentido cabe mencionar el concepto de personalidad «as if» de Helen Deutsch, el de «falso Self» de Donald Woods Winnicott, la seudomadurez planteada por Donald Meltzer, los trabajos de Ronald David Laing sobre la mistificación de la experiencia y del otorgamiento de una falsa identidad. Con las diferencias del caso, estos conceptos nos plantean la existencia de una problemática que concita la atención de los psicoanálistas: la constitución de la identidad como una ilusión, como una ideología que puede tener una mayor o menor correspondencia con la realidad.
Conveniente aclarar por lo tanto que si bien el Yo se constituye en la infancia, no se debe entender que existe un sólo acto de fundación y que a partir de entonces, el Yo se mantendría de por sí. Ya que la identidad no se sostiene de por sí en la subjetividad del sujeto, sino en la medida en que “Otro” acepta tal identidad como verdadera; o sea que la presencia del “Otro” no sólo es fundante sino que a su vez es esencial para el mantenimiento y las sucesivas transformaciones del Yo representación.
Esto hace que consideremos el estudio de Jacques-Marie Émile Lacan sobre el Estadio del Espejo como un paradigma de la constitución del Yo, como una señal de que el Yo representación depende de una imagen que le viene desde afuera.
Por otra parte, Lacan dice en su teoría Estadio del Espejo que es la matriz de las identificaciones imaginarias ulteriores, señalándose con lo de matriz que se trata de un molde y que por lo tanto no es toda la identidad que tiene el sujeto.
Veamos ahora la importancia que puede tener para la psicopatología que el Yo representación se construya a partir del “Otro” poniendo un caso hipotético. El hijo de padres melancólicos cuya imagen de sí mismo es la de no valer nada, favorece en consecuencia la construcción de un Yo representación desvalorizado, por identificación con el Yo representación de quienes se ven a sí mismos desprovistos de todo valor. Sucede de igual manera con quienes se identifican con la omnipotencia de los padres. En el caso del hijo del fóbico se puede apreciar una situación muy particular. Al sentirse los padres ante los acontecimientos de la vida como si se hallarán en peligro mortal, al verse como si fueran vulnerables, el hijo también se aprecia como un sujeto vulnerable y en su representación de sí mismo se ve como un sujeto que en cualquier momento —por identificación con padres imaginariamente—se siente expuesto a esa vicisitud. Por otra parte, los padres del fóbico, constantemente preocupados por lo que le puede pasar al hijo, lo ubican en el lugar del que corre peligro, posición con la que se identifica el hijo, asumiendo así como su Yo representación el de alguien que está en situación de riesgo. Pero que la imagen que alguien tiene de sí le venga del “Otro” también permite explicar los casos en que alguien se constituye como desvalorizado frente a padres desvalorizantes; es el caso, por ejemplo de hijos melancólicos de padres paranoicos. Este ejemplo tiene la ventaja de romper con la simplificación que podría aportar la idea de identificación, o sea que el melancólico es el que tuvo padres melancólicos. Aquí el hijo es visto por los padres paranoicos, que proyectan en él sus aspectos rechazados, como el incapaz, el retrasado, el que no prospera, etcétera, y el vástago entonces asume esa imagen como propia. O también podemos consignar el caso de aquellos padres culpabilizantes para quienes el hijo está siempre en infracción; el vástago se identifica entonces con la imagen que los padres tienen de él y a su vez construye su función crítica por identificación con la crítica de los progenitores. Si al psicoanalizar el concepto de identificación hemos separado los dos casos del sentido de “del”, es obvio que no hay tipos puros en cuanto a estar identificado con la imagen del “Otro” tal como el “Otro” nos ve, o tal como el “Otro” se ve a sí mismo. La identidad se construye a través de la dialéctica compleja de la doble acepción de la identificación con la imagen del “Otro”.
Decimos “como el “Otro” se presenta para el sujeto” a fin de señalar que el “Otro” con el cual se identifica el sujeto al construir su Yo no es el “Otro real”, con todos los inconvenientes que podría tener esta denominación, «sino como se cree que el Otro es». Repárese que el tipo de desarrollo que estamos haciendo es similar sobre “el deseo, es el deseo del “Otro” en un doble sentido, con lo que se ve que esta estructura de pensamiento, en donde algo es del “Otro”, es de naturaleza formal, y sirve para distintos problemas, el del deseo, la constitución del Yo, etcétera, porque en última instancia se trata del orden de la intersubjetividad en cuyo seno transcurren esos fenómenos.

La autoagresión. 

Si bien es de suma importancia amarse uno mismo, también toma la misma relevancia no odiarse por ninguna circunstancia. Moh@rt.

La agresión dirigida contra el propio sujeto, cuando éste no se ama sino que se odia —según Edoardo Weiss— a través del eslabonamiento “agresión-desvalorización-colapso narcisista”, puede caer en la depresión, donde juega un papel preponderante el Superyó a través del autorreproche.
Ahora bien, así como el narcisismo es el amor por el propio Yo, o sea, es una relación consigo mismo en que el Yo es tomado como objeto de amor por el sujeto, de igual manera la autoagresión es una relación del individuo consigo mismo en que el Yo es tomado como objeto de odio.
La autoagresión es a la intencionalidad agresiva lo que el narcisismo es al amor. Se abre así toda la posibilidad de analizar la relación de odio consigo mismo como la interiorización de una relación intersubjetiva.

¿Por qué el sujeto se siente feo? 

Para comprender la relación que existe entre el narcisismo y la depresión podemos abordar el tema desde un ejemplo sencillo. Una mujer aspira a ser hermosa ante los ojos de los hombres. Se trata evidentemente de atributos que ante sus ojos la convertirán en alguien digna de ser atractiva. Pero si por cualquier circunstancia propia o ajena está mujer no logra convencerse de manera tangible que es bella para los demás sino más bien fea, seguramente se podrá deprimir.
¿Cómo se debe entender lo sucedido? Esa mujer que se percibe sin atractivo alguno no se puede amar a sí misma, por lo que ha dejado de ser su «propio ideal», o en términos del psicoanálisis ha perdido el amor de su Superyó. Pero para que esto sea posible hace falta necesariamente que esa mujer haya construido a través de sus pensamientos y fantasías esos atributos como ideales de perfección. Y es precisamente eso, que esa fémina se haya tomado a sí misma como objeto de amor, viendo en sí a un ideal, lo que forma el núcleo de la caracterización del «narcisismo».
En el caso Schreber, Sigmund Freud señala como característica del narcisismo principal que: “el sujeto comience por tomarse a sí mismo, a su propio cuerpo, como objeto de amor”. El mito de Narciso, enamorado de su propia imagen reflejada en el agua provee el modelo a partir del cual se desarrolla el concepto.
Al indicar la razón de la diferencia entre el duelo normal y la melancolia, Freud considera que en esta última condición el “objeto perdido” había sido elegido de acuerdo con el tipo de elección narcisista. Ahora bien ¿Qué es lo que se debe de entender por elección narcisista de objeto? La respuesta no es unívoca; Freud, en su obra “Introducción al narcisismo” designa como elección narcisista de objeto la que se caracteriza por ser el objeto elegido conforme a cómo es el sujeto, cómo fue el sujeto, cómo el sujeto quisiera ser, o alguien que una vez fue una parte del sujeto, el hijo para la madre por ejemplo.
La elección narcisista se caracteriza porque en ella el objeto tiene una semejanza con el Yo que lo elige, o sea que la elección se hace a imagen y semejanza del Yo. Este es el concepto de elección narcisista, sin embargo, en el mismo texto Freud dice que las mujeres aman y hacen elección de objeto según el tipo narcisista. Esto significa que eligen como objeto sexual a los que las aman, a aquellos que las estiman demasiado y la convierten en su ideal. Pero evidentemente, al hablar de la elección narcisista de objeto no se refiere al hecho de que el objeto elegido por la mujer lo sea a imagen y semejanza del Yo que elige; lo que se quiere destacar es que mediante ese objeto sexual que se satisface es el narcisismo del sujeto, es decir su autoestima. Vemos así que en el texto mencionado hay una definición explícita y otra que no constituye una verdadera definición sino una caracterización a partir de un ejemplo. Podemos observar en el señalamiento de Freud que la elección narcisista de objeto abarca tanto la elección que se ha realizadó a imagen y semejanza del Yo como la que se ha realizado para elevar la autoestima, la vivencia de perfección, de completud, de omnipotencia.

La depresión: duelo. 

Edward John Mostyn Bowlby en sus estudios sobre la depresión destaca que el niño, a consecuencia de la pérdida del objeto Iibidinal (ser amado) pasa por una serie de etapas, que denominó: protesta, desesperanza, y retraimiento. Con respecto a la primera dice: “Durante la misma el niño pequeño aparece agudamente perturbado por haber perdido a su madre y procura reconquistarla recurriendo al ejercicio completo de sus limitados recursos. A menudo llorará, sacudirá su cuna, se arrojará para todos lados, y buscará ansiosamente en dirección a cualquier ruido o sonido que pudiera ser la madre perdida”. A esta fase de protesta sigue luego la de desesperanza, que según este autor es análoga a la pena que padece el adulto, y por fin la de desapego emocional.
Si aceptamos que, debido a la distinta complejidad del psiquismo del sujeto, la depresión anaclítica del bebé es diferente del duelo por la muerte de un ser querido en el adulto, queremos conservar, sin embargo, los elementos del fenómeno que son comunes, para adentrarnos de lo que esconde detrás de esto.
Inmediatamente después de verse separado de la madre, el lactante se muestra hiperactivo, llora, y cuando ya es más grande y dispone del lenguaje, la llama desesperadamente. Algo similar ocurre en el adulto cuando se encuentra ante el hecho de que su objeto ha muerto. Da muestras de agitación, llora, suele ocurrirle pensar que no está muerto, fantasea que es posible recuperarlo, o bien que pudo evitar su fallecimiento cuando se dice a sí mismo: “Si hubiéra hecho esto…” Se encuentra en ese primer período de ilusión en el cual fantasea retroceder a algún punto para rescatar de la muerte al ser querido. Reconoce que el objeto ya no está y al mismo tiempo reniega de ese conocimiento.
En este período la pérdida de objeto ha puesto en marcha los mecanismos tendientes a reencontrarlo, entre ellos la manifestación del llanto merece un lugar especial. El llanto no es simplemente la expresión de un estado afectivo doloroso sino que constituye un llamado, un mensaje dentro de una estructura intersubjetiva; es decir que el llanto trae simbolizado un tributo al objeto: ¡Mira, cuanto te lloro!
El infante utiliza el llanto, primitivamente como reflejo del dolor, en la comunicación con su objeto, hecho que se puede apreciar en toda su desnudez en los niños que sólo saben pedir a sus padres llorando. El llanto es, pues, diferente de la tristeza; muchas veces se lo ha confundido con ella, considerándolo su manifestación externa.
El niño separado de su madre o el adulto en duelo procuran recuperar el objeto perdido mediante el acto mágico del llanto. Pero si se pierde la esperanza de recuperar el objeto, desaparece la motivación que daba lugar a la actividad de la fase en que no se lo daba por irremediablemente perdido. La desaparición de la motivación se manifiesta por medio de la inhibición psicomotriz, que en su grado máximo puede llegar al estupor melancólico del sujeto que se encuentra absolutamente inmóvil, sin llanto, incluso sin quejido.
Ahora bien, en el sujeto la inhibición por pérdida de objeto no es la simple ausencia de la motivación de acercamiento a ese objeto, porque si así fuera se tendría que conservar la actividad para lo que constituyen otros intereses, es decir hacia otros objetos.
Lo notable de la inhibición depresiva es que no se restringe a los intentos con respecto al objeto perdido sino que se extiende a todos los demás objetos. Esto se debe a que el deseo respecto del objeto perdido llena todo el horizonte psíquico del sujeto que no puede sino girar en torno a él. El sujeto está fijado a ese deseo y simultáneamente lo siente como irrealizable, de ahí la intensa «carga de anhelo».
Resulta conveniente recordar que el deseo en sí no es doloroso o placentero, únicamente adquiere tal carácter en la medida en que se anticipe o avizore su posibilidad o su imposibilidad de realización. Algo que está en el futuro —la experiencia en que el deseo se realiza— retroactúa sobre el momento presente del desear y le otorga el carácter de placentero. La misma consideración es válida para la anticipación de la no realización del deseo, que es lo que provee el carácter doloroso de ese desear. Sintetizando lo anterior podemos decir que la inhibición de la depresión se define por tres caracteres: Primero se mantiene un deseo. Segundo el deseo se anticipa como irrealizable. Tercero existe una fijación de ese deseo, es decir imposibilidad de pasar a otro.
No bastarían las dos primeras condiciones para que se produzca la inhibición; la tercera, la de que no se puede pasar a otro deseo, es esencial. Y aquí es donde entra en juego la Teoría de la Fijación, la que por otra parte permite entender la relación entre la neurosis obsesiva y la melancolía, relación que ya Karl Abraham había hecho notar. Ambas tienen algo en común, que es esa tendencia del psiquismo a la adherencia a determinados contenidos. De lo anterior se desprende que la inhibición depresiva resulta de la convergencia de dos variables. En primer lugar, de que haya o no expectativa de recuperar el objeto perdido, y segundo, del grado de fijación, es decir de la posibilidad-imposibilidad de pasar a otro objeto.
Para esclarecer este planteamiento haremos un gráfico que no tiene por finalidad establecer una especie de proporcionalidad cuantitativa, sino servir a fines de ilustración. Si en un par de coordenadas colocamos en un eje el grado de fijación al objeto del deseo, y en el otro a la expectativa de irrecuperabilidad del objeto, la inhibición quedará delimitada por el área existente entre las coordenadas, creciendo a medida que éstas se incrementan.
¿Qué es lo que queremos señalar mostrando a la inhibición como un área? Que si la fijación a un objeto no es grande y la expectativa de irrecuperabilidad en cambio es enorme, es decir al objeto se lo siente como irremediablemente perdido, y la inhibición será pequeña. Así alguien puede perder a un objeto, pero si no tiene fijación al mismo estará en condiciones de pasar a otro, con toda la actividad que esto implica. La recíproca, cuando la fijación es grande pero la expectativa de irrecuperabilidad es mínima, constituye el primer tiempo de la pérdida de objeto al que antes nos referimos. Más aún, como el objeto todavía no está constituido como perdido —como irreversiblemente ausente— se producirá además toda la actividad tendiente a recuperarlo que ocasiona el temor a perderlo. La depresión agitada corresponde al primer momento de la pérdida. Podemos decir que se está a mitad de camino, de construir al objeto como perdido, y de ahí proviene la desesperación. La inhibición aparece como un segundo tiempo cuando se ha perdido la esperanza de recuperar al objeto.
El gráfico consignado indica por lo tanto que la inhibición es función del crecimiento de la expectativa de irrecuperabilidad del objeto y del grado de fijación. No es por lo tanto un fenómeno todo o nada, sino que posee un gradiente.
Ahora bien, la inhibición depresiva es consecuencia de una particular vicisitud del deseo, la cual determina el retardo o la casi anulación que sufren la ideación, la percepción, la motilidad, las manifestaciones afectivas. Si entendiéramos que la inhibición tiene un orden de realidad equivalente a aquello que se lentifica, lo estaríamos reduciendo a la condición de una cosa al objeto. Una analogía nos ayudará a entender esto. La inhibición es un determinado ritmo en el flujo de algo que circula, pero no es independiente de ese circulante, no es una cosa en sí misma.

La frustración del deseo y la depresión

“La tristeza es la muerte del alma, la alegría es la vida”. Alejandro Vinet.

El núcleo de la depresión, como un estado, no se puede localizar en el llanto, ni la tristeza, ni en la inhibición psicomotriz, pues todos ellos pueden faltar, sino en el tipo de «ideas» que poseen en común todos aquellos cuadros en los cuales por lo menos una de estas manifestaciones está presente. Cuando nos referimos a las ideas no es sobre los temas de que se quejan los sujetos depresivos y que aparecen en los tratados de psiquiatría para clasificar estos trastornos, como las ideas de ruina, de fracaso, de inferioridad, de culpa… Si estas ideas son capaces de producir depresión es porque todas ellas implican «una muy definida representación que el sujeto se hace de la no realización de un deseo en que alcanzaría un ideal, o una medida, con respecto al cual se siente arruinado, fracasado, inferior, culpable…».
Esta representación de un deseo como algo irrealizable, deseo al que se está intensamente fijado, constituye pues el contenido del pensamiento del depresivo, más allá de las formas particulares que contengan.
La tristeza es la manifestación dolorosa ante este pensamiento; la inhibición, la renuncia ante el carácter de realización imposible que el sujeto atribuye al deseo; el llanto, además de ser una expresión de dolor, es el intento regresivo de obtener lo deseado por medio de la técnica que en la infancia reveló ser efectiva; el autorreproche, la respuesta agresiva, que se vuelve contra sí mismo, por la frustración del deseo.

Ensayo, duelo y melancolía. 

“Quien teme perder su melancolía, quien tiene miedo de superarla, con qué alivio constata que sus temores no tienen fundamento, que ella es incurable…” Émile Michel Cioran.

Sigmund Freud señala: “Encontramos otro punto trascendental que distingue al duelo de la melancolía, pues esta última también tiene reacción frente a la persona amada, pero dicha perdida es de una naturaleza más ideal; “el objeto tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor.”; y además agrega “podemos pensar que tampoco el enfermo puede apresar en su conciencia lo que ha perdido. Este caso podría presentarse aun siendo notoria para el enfermo la pérdida ocasionadora de la melancolía: cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que  perdió en él”. Esta diferencia es muy importante, pues regularmente el sujeto sabe a «quién» perdió pero la mayoría de las veces no sabe «qué» perdió cuando fenece el ser amado. Una referencia más al respecto entre el duelo y la melancolía, es que en el primero se ha sufrido un pérdida real de objeto (muerte) mientras que en la segunda la pérdida es del Yo, pues este se toma como objeto: por eso el sujeto tiene una extraordinaria rebaja en su sentimiento yoico, es decir un enorme empobrecimiento del Yo. Por eso en el duelo el mundo externo se hace pobre y vació, mientras que en la melancolía pasa lo mismo pero abarca primordialmente al Yo (mundo interno empobrecido y vacío); por eso el sujeto tiene una sensación de ser indigno, estéril, despreciable y se hace reproches, denigra y espera repulsión y algún tipo de castigo.
Freud dice: “El cuadro nosológico de la melancolía destaca el desagrado moral con el propio Yo por encima de otras cosas tachas: quebranto físico, debilidad, inferioridad social, rara vez son objeto de esa apreciación que el enfermo hace de sí mismo; sólo el empobrecimiento ocupa un lugar privilegiado entre sus temores o aseveraciones”. Podemos observar que el sujeto se fragmenta no sólo en su subjetividad, sino también todo ese sentir se pasa al cuerpo y a las actividades que realiza, es decir a su imagen. Freud continua bajo esta línea y argumenta: “Así, se tiene en la mano la clave del cuadro clínico si se disciernen los autorrproches como reproches contra un objeto de amor, que desde este han rebotado sobre el Yo propio”.
El sujeto necesita personificar esos reproches en algo y será precisamente en su Yo que lo ponga en práctica, ya que a quien más se los puede adjudicar, si solamente él se queda en ese lugar, pues ya no está la presencia del ser amado.
¿Qué significan estos autorreproches? ¿Por qué el sujeto se lastima y denigra? Estas interrogantes nos surgen al momento en que un sujeto se fragmenta, se rompe, en la brevedad en que el ser amado se va esfumando como la luz de una vela; esos reproches tienen como finalidad que el sujeto recuerde al partenaire o que sólo así el sujeto se sienta completo, sin «Falta».
Freud menciona algo de esos reproches: “Sus quejas son realmente querellas, en el viejo sentido del término. Ellos no se avergüenzan ni se ocultan: todo eso rebajante que dicen de sí mismos en el fondo lo dicen del otro”.
Freud continúa al respecto: “La melancolía nos plantea todavía otras preguntas cuya respuesta se nos escapa en parte, la mancomuna al duelo este rasgo: pasado cierto tiempo desaparece sin dejar tras sí graves secuelas registrables. Con relación a aquel nos enteremos de que se necesita tiempo para ejecutar detalle la orden que dimana del examen de realidad; y cumplido ese trabajo, el Yo ha liberado su libido del objeto perdido. Un trabajo análogo puede suponer que ocupa el Yo durante la melancolía; aquí como allí nos falta la comprensión económica del proceso. El insomnio de la melancolía es sin duda testimonio de la pertinencia de ese estado, de la imposibilidad de efectuar el recogimiento general de las investiduras que el dormir requiere. El complejo melancólico se comporta como una herida abierta, trae hacia sí desde todas partes energías de investidura (que en las neurosis de transferencia hemos llamado «contrainvestiduras») y vacía al Yo hasta el empobrecimiento total”.
Ahora bien, el duelo pasado cierto tiempo desaparece —según Freud— y deja algunas secuelas, no señala que tipo de secuelas ni cual es el período de tiempo para que se desvanezcan porque obviamente de eso depende la subjetividad de cada sujeto. Mientras que la melancolía es una herida abierta que a cada momento recuerda la falta, en otras palabras, señala con énfasis la «castración»; en el duelo no pasa esto pues el sujeto logra colocar al objeto de forma diferente ante su vida y en la melancolía se tendría que suplantar al Yo. Entonces en el duelo se supera la perdida del objeto a partir del examen de realidad que señala: el objeto ya no existe; el sujeto se pregunta, por así decirlo, si quiere tener el mismo destino pero su narcisismo le otorga la satisfacción de seguir con vida por lo que transforma el vínculo y desinviste al objeto.
Se esperaría que en la melancolía existiera un proceso similar, pero no es así pues el examen de realidad no se verifica de forma tangible ya que el Yo no es capaz de aceptar la perdida y la única solución que encuentra el sujeto es perderse, ¿Por qué el sujeto se pierde? Porque duda ¿Pero cuál es el motivo por lo que duda? En este contexto entra la ambivalencia ya que por un lado odia al objeto por la separación: ¿Por qué que me abandonaste? pero por otro lado continúa el vínculo: ¡Te sigo amando! Y mientras la vacilación y la incertidumbre está presente, el sujeto se destruye, es decir pierde satisfacción por la vida, que puede encaminarlo a la autodestrucción.
A partir de la separación —en algunos casos— el sujeto se pierde, se aniquila por una falta de distinción entre el objeto y él, así los autoreproches son (realmente) justificados, pues van hacía el objeto (o ha dicha parte de él) ya que el sujeto incorpora una parte del objeto, es decir, se encuentra introyectado y al no haber dicha diferencia —sujeto-objeto— el sujeto se ataca creyendo que esta será la única forma de sacar al objeto fuera de él; como si el sujeto deseara aislarse o distinguirse, con la finalidad de poder dejar dicho proceso melancólico, que lo tiene embaucado con lo que tiene dos salidas: la primera vivir, la segunda morir, en tanto que una nos brinda las posibilidades de investir otros objetos, la otra nos hace perder todo interés en la vinculación con otro.

El éxito aunado a la culpa.

“Nada puede hacerme daño excepto yo mismo; el mal que me agobia lo llevo conmigo y jamás sufro realmente sino por mi culpa”. San Bernardo de Claraval.

Existen sujetos que trabajan arduamente durante su vida para lograr sus metas, pero una vez alcanzado el éxito se deprimen gravemente. Sigmund Freud, en su obra “Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo analítico”, plantea que nos mostramos confundidos y sorprendidos de aquellos sujetos que repentinamente enferman cuando cumplen un deseo hondamente arraigado y perseguido: son los que fracasan al triunfar, aquellos que producen un vuelco trágico. Entonces el síntoma aparece por consecuencia del triunfo. Lo normal sería esperar que el problema fuera más bien por la frustración, sin embargo es más bien por la culpa inconsciente que los invade, aquí vemos desplegado el Superyó con toda su fuerza para provocar el síntoma.

La tragedia de Victor Hugo Viscarra.

“Todo mi dolor ha pasado a la literatura”. Juan Gelman. Su principal obra de Víctor Hugo Viscarra se titula “Borracho estaba, pero no me acuerdo”; a través del psicoanálisis podemos observar la función que tiene el Superyó de este autor: cruel y beligerante por el abuso en el consumo de bebidas embriagantes con la finalidad de sepultar los amargos recuerdos, el ahogamiento de la angustia, el olvido permanente… todo esto proveniente, sin lugar a dudas del reservorio del Ello. Por medio de breves crónicas, éste autor deja constancia de lo que han sido los sucesos traumáticos de su vida: “Nací viejo —nos dice— mi vida ha sido un tránsito brusco de la niñez a la vejez, sin términos medios”, y afirma la edad exacta de la que no pasará vivo, caso contrario conseguirá una pistola para suicidarse. Asegura que quisiera olvidar el período de su niñez, pero no logra hacerlo, le resulta verdaderamente imposible; las cicatrices, consecuencia del maltrato constante de su despiadada madre, no se borran, les esta vedado el olvido, aunque nada grato guarde en los recuerdos. Asegura que “quienes recuerdan con tristeza su infancia, nunca más podrán ser felices”. Prosigue en su relato donde su madre le rompió varias escobas en su espalda, le clavaba las uñas en la boca hasta dejarle una cicatriz, le dejó una en la muñeca al clavarle un cuchillo, le daba palizas memorables… En una oportunidad le echó alcohol sobre su cuerpo para prenderle fuego, de esa desgracia lo salvó un casero que llegó oportunamente. Él quería ignorar las cicatrices, borrarlas con la indiferencia, pero no podía. Se escapó de su casa a los doce años y en la calle conoció un trato más cruel que el de la madre, el de los agentes de la Oficina de Menores, y luego de estar preso con delincuentes pasó a estar bajo la tutela del padre. Fue a vivir a un callejón donde se había instalado un grupo de bebedores empedernidos. El padre era militar, buena gente, nos asegura. Conocía todos los estados civiles: viudo, divorciado, casado; él lo iba a recoger a los boliches los viernes cuando se emborrachaba hasta perderse y, si se enojaba, sabía cómo calmarlo, poniendo canciones de boleros, “una tristeza no catalogada en diccionario alguno se apoderaba de su alma y su espíritu”. Cuando murió su padre —el mismo día del cumpleaños de Víctor Hugo— no reclamó su herencia, sólo le quedó de recuerdo la fotografía de su aviso necrológico. Mientras tanto, había aprendido a vagar por toda su ciudad sin extraviarse. Se sentía abandonado, y agrega que hay quienes tiemblan más por el abandono que por el frío. Había sentido frío en el alma, se había sentido deprimido, miserable, entonces le daban ganas de meterse en las cantinas por donde caminaba de día y de noche, la intención era quedar completamente alcoholizado, regularmente tirado en las banquetas o en cualquier sucio rincón. En definitiva aprendió a beber más por necesidad que por vicio.