El deseo y el apego.

Fijar la distancia entre la pareja es una de las primeras cuestiones que el deseo trata de resolver ya que su dinámica guarda una estrecha relación con este parámetro espacial.
El tiempo, por su parte, en las separaciones se orienta también sobre esta variante de la distancia: se alarga cuando el vínculo afloja, y se estrecha cuando la intensidad se vuelve extasiada. Desde esta perspectiva, las formas de amor pasional se inclinan por la brevedad, mientras que las figuras del apego se alargan disponibles en el tiempo. O, al menos, esta es la ecuación más frecuente y convencional.
Søren Aabye Kierkegaard sostenía a propósito de este equilibrio espacio-temporal que: “Toda historia de amor no debe durar más de medio año”.
El amor apasionado apuesta por la unión intensa con el partenaire buscando la eternidad del instante, pero el apego, por el contrario, se contenta con sentirse inseparable, en constante comunicación y para lograr esa garantía temporal no le importa estirar los trechos.
Ahora bien, es verdad que no todos los amores pasionales se disuelven completamente. Algunos se protegen mediante un apego duradero. Las historias de amor demuestran que el partenaire que estimuló con intensidad nuestros deseos puede convertirse en un objeto que ya no se anhela su total posesión pero con la salvedad que sea inseparable, esto se logra a través de la comunicación continua que lo hace sentir presente y con ello mantenernos serenos. Ya no le necesitamos, en este caso, pegado a la piel, sino que nos basta con tenerle a una distancia prudente que nos viene bien. Ni queremos alejarlo ni tampoco acercarnos de más. Nos sigue siendo necesario pero ya no nos resulta tan imprescindible en nuestra vida cotidiana. Es permanente pero guarda cierta distancia. Un sentido de propiedad más avaro, carente de la alocada generosidad inicial, colorea entonces todo cuanto nos une al objeto.
Todas las condiciones de intensidad, exclusividad y proximidad que definen la pasión se dan también en el apego, aunque lo hacen bajo una solicitud más moderada, más razonada. Un temor impera en este caso por encima de cualquiera imaginable, el miedo a la pérdida del objeto y al desamparo y soledad que le acompañan. Si el amor representa la elección de un objeto a la medida de la totalidad del deseo, como si de este modo consiguiera no desear nada más que lo que ya posee, el apego, en cambio, ya no se lo procura bajo esa exigencia de exclusividad, ni se le mide en una escala de pasión sino más bien se cambia la intensidad por la constancia, y la unión por una compañía que no se sienta asfixiante.
El apego, por consiguiente, responde, digamos, a una suerte de amor de segundo nivel. Posee la misma necesidad que el amor, pero puede ser entendido como una mano que se extiende ante esos momentos de soledad y el desamparo que se suscitan a lo largo de la vida, pero le falta esa vivencia desesperada que George Bataille señala en un comentario: “El amor tiene esta experiencia: o su objeto se te escapa o tú escapas de él. Si él no te huyese, tú huirías del amor”.
El apego es el intento, presente en mayor o menor grado, de dotar al amor de la certeza que no posee: seguridad y prolongación. En lugar del alboroto amoroso, donde debido a la irrupción de un acontecimiento irresistible el sujeto pierde la cabeza, ignora su identidad y vive en un perpetuo olvido de sí, el necesitado de apego quiere afirmar, antes que nada, sus cláusulas personales de seguridad, de control o de afécto, y lo ensaya intentando mantener el objeto encordonado.
Aquella vocación nativa del deseo, la de transformarse en amor, en placer intenso y persistente para huir de los altibajos que le curvan en su trayecto, se sustituye ahora por una avidez de protección que sólo es posible encontrar en la proximidad tibia pero continuada del objeto a través del apego. En vez de alcanzar el amor en su forma condensada de deseo, en su silueta pasional, en su circunstancia explosiva y fugaz que se quiere cada vez más intensa y exclusiva, que se enreda en sí mismo en las figuras del simple estar. La presencia de la muerte que va ligada a la pasión ya no es buscada más allá de los límites del deseo, sino emplazada estáticamente junto al objeto hasta la defunción cuando se trata de apego. En vez de intentar el sujeto fundirse con su pareja amorosa en un éxtasis inmortal, prefiere —en caso de apego— morir junto al objeto en un aplazamiento pusilánime y perezoso que, ante todo, prevé el dolor de la separación y el duelo.
El deseo quiere proseguir para salvaguardase de la depresión o melancolía en caso de la pérdida del objeto que siempre amenaza, a fuerza de insistir goza de la conservación y la constancia. El apego corta la circulación del deseo pero se las arregla para mantener la ilusión de otra forma, prendida de la mirada tensa y dirigida al futuro que constituye el miedo. Como si se tratara de una imagen en negativo del libertino, que huyendo del amor obliga al deseo a mostrar toda su fuerza de renovación y placer, siempre mediante un esfuerzo en el que se envilece con facilidad; el apego más bien se enfoca sobre las amarras, en el vigor de pertenencia, en la cadena en la que él mismo es el primero en quedar atrapado.
Gracias a su interés por la conciliación, el sentimiento de apego aspira a una presencia purificada de amor y de un deseo medido. Si el Don Juan, hasta cierto punto quiere un deseo sin amor, lo contrario le sucede al sujeto con personalidad obsesiva, aspira a un amor sin deseo, mientras que el apego se posiciona entre estas dos posturas.
El deseo sin amor cansa y el amor sin deseo quema. Eros y Afrodita se reclaman. Plutarco sostuvo que Eros sin Afrodita sería como una borrachera sin vino, y Afrodita sin Eros como el hambre o la sed.
André Paul Guillaume Gide expresó también con gran finura las consecuencias de la disyunción: “Qué bello es el placer sin amor; sin deseo, qué noble es el amor. Qué desgraciado es el hombre”.
El sujeto que expresa apego no quiere un deseo que le oriente hacia lo ausente, en dirección a lo que no posee, ni pretende tampoco el amor en forma de una pasión que le melancolice en exceso. Le basta con su tristón arraigo en su partenaire y con no arriesgarse a perder fácilmente lo que tiene.

La verdad es cultural y cambia de una época a otra.

Algunas ideas de aquellos personajes célebres que han pasado a la historia se puede describir como un “pathos” por adentrarse a las profundidades del conocimiento. Éste influyente ánimo es quien impone la moda, las consecuentes ideologías y sobre todo sus tendencias especulativas, un contexto tan poco estudiado que le podríamos denominar el «pathos metafísico»
El psicoanálisis como método para estudiar la subjetividad, aborda toda descripción de la naturaleza humana, en toda caracterización del mundo a que se pertenece, en términos que, como las palabras de un poema, despiertan mediante sus asociaciones y mediante una especie de empatia un engendramiento de humor o tono sentimental análogo al que se suscita entre el lector que lee con ahínco a su poeta favorito.
Para muchos sujetos —legos, o incluso “eruditos”— la lectura de un libro de psicoanálisis, sobre todo de orientación lacaniana no suele ser más que una forma de experiencia estética, incluso cuando se trata de escritos que parecen carentes de todo encantó estético exterior; enormes reverberaciones emocionales, sean de una u otra clase, surgen en el lector sin intervención de ninguna “imaginería concreta”.
Ahora bien, hay muchas clases de pathos metafísico; y los sujetos difieren en cuanto al grado de susceptibilidad a cada una de las clases. Hay, en primer lugar, el pathos de la absoluta oscuridad, la belleza de lo incomprensible que, sospecho, ha mantenido a muchos psicoanalistas en buenas relaciones con su público, es decir asiduos lectores, aun cuando los psicoanalistas fueran inocentes de pretender tales efectos. La frase “omne ignotum pro magnifico”
(lo desconocido siempre pasa por maravilloso) explica concisamente una considerable parte de la boga de cierto número de teorías psicoanalíticas, varias de las cuales han gozado de renombre popular en nuestro tiempo. Así observamos al lector —“erudito” o no— que no sabe con exactitud lo que quieren decir el autor de la obra*, pero por esta misma razón tienen un aire sublime; cuando contempla pensamientos de tan insondable profundidad —quedando convincentemente demostrada la profundidad por el hecho de que no llega a ver el fondo—, le sobreviene una agradable sensación a la vez grandiosa y pavorosa que acrecienta indudablemente su narcisismo. Afín a éste es el pathos de lo esotérico. ¡Qué excitante y agradable es la sensación de ser iniciado en los misterios ocultos! Y con cuánta eficacia han satisfecho a determinados filósofos y psicoanalistas —especialmente
Friedrich Wilhelm Joseph Schelling,
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Henri Bergson y Jacques-Marie Émile Lacan, entre otros— el deseo humano por esta experiencia al presentar la intuición central de su tesis como algo que se puede alcanzar, no a través de un progreso gradual del pensamiento guiado por la lógica ordinaria accesible a todo el mundo, sino mediante un súbito salto gracias al cual se llega a un plano de discernimiento con principios completamente distintos, únicos, magnánimos, de los del nivel de la mera comprensión.
Podemos poner por ejemplo las expresiones de ciertos discípulos de Bergson que ilustran de forma admirable el lugar que tiene en la filosofía, o al menos en su recepción, el pathos de lo esotérico. Gastón Rageot, verbigracia, sostiene que, a menos que uno en cierto sentido vuelva a nacer, no puede adquirir esa «intuition philosophique» que constituye el secreto de la nueva enseñanza; y Édouard Louis Emmanuel Julien Le Roy escribe: “El velo que se interpone entre la realidad y nosotros cae súbitamente, como si un encantamiento lo suprimiera, y deja ante nuestro entendimiento senderos de luz hasta entonces inimaginables, gracias a lo cual se revela ante nuestros ojos, por primera vez, la realidad misma: tal es la sensación que experimenta en cada página, con singular intensidad, el lector de Bergson”. Aquí podríamos agregar también —muchas veces— al lector de Lacan.
Al final todas las ideas en cualquier rama de la ciencia, incluyendo al psicoanálisis tienen una parte de verdad y otra falsedad, pero cabe mencionar que esa pequeña o gran verdad está sujetada irresistiblemente a una construcción cultural porque cambiará de una época a otra. Sería ingenuo pensar que una idea (teoría) es inmutable.
Pues, como ha dicho Alfred North Whitehead: “… es en la literatura donde encuentra expresión el concreto aspecto de la humanidad. Consiguientemente, es en la literatura donde debemos buscar, especialmente en sus formas más concretas, si esperamos descubrir los pensamientos interiores de una generación”**.

*Las interpretaciones que le brindan Juan David Nasio, Françoise Dolto, Elisabeth Roudinesco, Silvia Bleichmar, Jean Allouch, Gilles Deleuze, Félix Guattari,
Slavoj Žižek, etcétera a la obra de Lacan, difieren.

**Science and the Modern World (1926), 106.