La virilidad como obligación.

Los grandes poemas amorosos son verdaderos manifiestos de la miseria humana. Benjamín Barajas.

El hombre (varón) apenas hace algunas décadas sufría de exorbitantes obligaciones ligadas a la condición masculina impuesta por la cultura (gallardía, honor, valentía, agresión, etcétera.) y hoy en día se suma el placer genital de forma exacerbada como obligación de una eficacia hedonista entendida en términos de una erección sin vacilación en cualquier momento que se necesite.
La palabra «falocracia», que supone a los hombres «Amos»* de las mujeres, contiene una extemporaneidad flagrante, pues si bien existe dominio, la mujer es la esclava no de un «Amo» sino de otro esclavo. De un esclavo sometido a unas imágenes, a unos simulacros de una virilidad permanente e inmutable, a la necesidad ciega de incrementar constantemente su rendimiento sexual. Existe, pues, una «histeria masculina», tan opresora como la historia femenina. En la nueva “racionalidad” de la liberación sexual, el pene se ha convertido en la determinación en última instancia que transforma la pulsión sexual en coitos preprogramados. En otras palabras, cuanto más se pierde el sexo como diferencia, más se impone lo genital como referencia, más se destierra el cuerpo como profusión.

*Amo: entiéndase desde el punto de vista del psicoanálisis.

El amor y la no-relación sexual, psicoanálisis.

“Post coitum tristitia”. Tras el coito tristeza (Eso decían los cristianos, llevados de la oreja por los curas con su conciencia antinatural e insana, confundían la lasitud «post coito» con la tristeza del pecado. No sabían amar. En verdad esa lasitud es plenitud, regusto de amor y felicidad, “post coitum gaudium” Tras el goce gozo. Los cristianos nunca han sostenido esta interpretación. La frase procede de la cultura romana, e indica la insatisfacción que sigue a cualquier placer, porque siempre se desea más. José Carlos Villaro Gumpert.

Jacques-Marie Émile Lacan señala: “No existe la relación sexual”. Esta idea se derivada de una concepción escéptica y moralista pero que desemboca en la deducción contraria. Lacan nos señala que en la sexualidad, en realidad, cada uno “está en la suya”; es decir existe la mediación del cuerpo del otro, claro, pero a fin de cuentas, el goce siempre es el propio goce (se tiene un orgasmo para sí mismo) así lo sexual no junta sino separa. Por ejemplo, una pareja hace el coito, el estar “pegados” es sólo una imagen, una representación imaginaria. Lo real es que el goce lo lleva lejos, muy lejos del otro. Lo real es narcisístico, mientras que el lazo es imaginario. Por lo tanto, “no existe la relación sexual”, concluye Lacan. Esta tesis no es aceptada por las demás ciencias de la salud mental porque se posicionan al otro extremo, hablan de “relaciones sexuales «satisfactorias» y «plenas»”. Pero si no hay relación sexual en la sexualidad, el amor es aquello que suple la falta de dicha relación sexual.
Lacan no dice que el amor sea el disfraz de la relación sexual, afirma que no hay relación sexual posible, y que el amor es lo que está en el lugar de esta no-relación. Pero esta idea no termina ahí, continúa. Lo lleva a sostener que, en el amor, el sujeto intenta abordar el “ser del otro”. En el amor, el sujeto va más allá de sí mismo, más allá de su narcisismo. En el sexo, el sujeto está al fin y al cabo en relación con él mismo, mediado por el otro. El otro le sirve para descubrir lo real del goce. En el amor, por el contrario, la mediación del otro vale por sí misma. Esto es realmente el encuentro amoroso: el sujeto busca tomar por asalto al otro, para hacerlo existir con él, y tal como es. Se trata aquí de una concepción mucho más profunda que aquella, mucho más banal, según la cual el amor sería sencillamente una pintura imaginaria sobre lo real del sexo.
En efecto, Lacan mismo se instala en los equívocos filosóficos que tienen que ver con el amor. Decir que el amor “suple la falta de relación sexual” puede ser entendido de dos maneras diferentes. La primera, y más pedestre, es que el amor tapa imaginariamente el vacío de la sexualidad. Es verdad, después de todo, que la sexualidad, sea o no magnífica —y sin duda puede serlo— acaba en una suerte de vacío. Por esta razón obedece a la ley de la repetición: “Es necesario volver a empezar, una y otra vez ¡Todos los días!”. Entonces el amor se posicionaría como una “idea” que queda en ese vacío, así los amantes están ligados por algo más que esa relación sexual que no existe.
Hay un pasaje de Simone de Beauvoir en su obra “El segundo sexo”, en el que describe, luego del acto sexual, el sentimiento que gana al hombre: “…el cuerpo de la mujer es insulso y fofo; y el sentimiento simétrico de la mujer de que el del hombre, salvo el sexo erecto, carece por lo general de gracia, vale decir, es un poco ridículo. En el teatro, la farsa y el vodevil nos hacen reír gracias a un uso constante de estos pensamientos tristes”.
Siendo realistas —con un toque sarcástico— el deseo del hombre es conservar su virilidad, incluso potenciarla, no importado tener un estómago demasiado abultado. Mientras en la mujer su deseo es mantenerse atractiva aunque los senos le cuelguen, aunque es el futuro real de toda belleza.
La ternura amorosa, cuando uno se duerme en brazos de otro, sería como el abrigo que cubre todas esas desagradables consideraciones.
Pero Lacan piensa también todo lo contrario, a saber, que el amor tiene un alcance que podemos llamar “ontológico”. Mientras el deseo se dirige hacia el otro, de una manera siempre un poco fetichista, hacia las zonas elegidas, como el pene, tórax, estatura, complexión física… (en el caso de los hombres); y en el rostro, senos, caderas, nalgas, cintura… (en el caso de mujeres) el amor se dirige al ser mismo del otro, al otro tal como ha surgido —completamente armado con su ser— aunque tenga una vida rota y recompuesta.

Allí estaré.

En ocasiones te encuentras
en situaciones de desorden y desesperación
donde las palabras de aliento
tal vez no las comprenda del todo tu razón,
donde el silencio invade el pensamiento
y donde el apoyo que te brinden tus seres queridos
no alcanza a llegar hasta tu corazón,
por eso cuando los problemas perturben tu alma
dejare de ser tu confidente para convertirme en tu cómplice,
no seré quien te aconseja sino quien te escuche,
jamás seré quien te reprocha sino quien te comprenda
nunca seré quien te juzgue sino quien te ayude,
y lo mas importante seré… quien más te quiere.

El Self y el tatuaje.

Cuanto más atrás puedas mirar, más adelante verás. Winston Churchill.

El tatuaje, aun cuando se lo conciba meramente como un adorno corporal, ha pasado a constituirse en un símbolo de identificación personal. En lo que respecta a la experiencia subjetiva de portar un tatuaje, la mirada contempla el interjuego de tres movimientos: la posibilidad de mirar(se) el propio tatuaje (goce de autocontemplación), ser mirado (goce de exhibirse) o mirar otros tatuajes (goce de mirar). Aun cuando forman parte de una misma dinámica —el componente erógeno subyace a los tres— cada uno de ellos revistirá distintas significaciones.
Sin lugar a dudas el narcisismo también participa de la mirada, ya sea en tanto vivencia de completud (el tatuaje ha pasado a formar parte del propio cuerpo y por ende, del Self) o como apuntalador de la autoestima (por identificación con la mirada que se espera suscitar en el otro). Puede suceder en algunas ocasiones de cómo un tatuaje puede ejercer un efecto de seducción que activa en el sujeto mociones psíquicas desconocidas para él, desencadenando su motivación a tatuarse infinitud de veces. Este impacto visual suele quedar adscrito al colorido de un diseño, sus dimensiones, o a cierta imagen de movimiento del tatuaje cuando el cuerpo se moviliza.
En algunos otros casos donde se revela la presencia de conflictos psíquicos más severos, el sujeto puede llegar a experimentar un fuerte rechazo hacia sus tatuajes; esta vivencia puede describirse como sentirse «mirado» por éstos. Aquí son las mismas proyecciones ubicadas en dichos tatuajes las que inciden en generar una ansiedad con delirios persecutorios.

Las implicaciones de la acción de tatuarse, psicoanálisis. (Segunda Parte).

El dolor es un modificador de la realidad tan potente como la embriaguez. Paul Celan.

Para algunos sujetos, más allá del diseño en cuestión, el mero hecho de tatuarse constituye una rebeldía: Cada uno de los tatuajes representan una rebeldía contra todos o contra alguien en particular. El tatuaje es connotado como una transgresión cuyo propósito es la autoafirmación.
Otro aspecto relevante está referido a la noción de identidad. Así, el acto de tatuarse sugiere un intento de procurarse un sentido cohesivo de identidad a partir de una nueva inscripción en la piel. Lo que prevalece es un fin reparatorio. Al respecto, los tatuajes del nombre, las iniciales o el apodo son un modo de autorreconocimiento o reaseguramiento de ser alguien valorado, no sólo para sí sino esencialmente para la mirada del otro. Por tanto, lo que también está en juego es una vivencia que confirme la continuidad de existencia lo que se experimenta con el impulso imperativo de mostrar sus tatuajes, así la imagen grabada en su piel le permite contrarrestar sentimientos de timidez y fragilidad y reflejan un profundo sentimiento de vacío existencial.
La inscripción de palabras en el tatuaje puede contener una significación que abarca aspectos tanto diádicos como edípicos. Tal es el caso del nombre de la madre, hermano o hijo que podría expresar el deseo de unión con un objeto idealizado proyectado en el cuerpo. O por otro lado, el tatuaje del nombre de un sobrino (hijo de la hermana) podría simbolizar un desplazamiento de los deseos incestuosos hacia la figura de la hermana. Prevalece aquí una indiscriminación entre el cuñado y le sujeto, siendo el tatuaje la expresión del deseo de tener un hijo.
La cualidad adictiva de tatuarse puede manifestarse en un diseño o desde la situación que impulsa el acto. Un ejemplo es la hoja de la marihuana lo que simboliza su dependencia al tóxico y que equivale a un pecho inagotable que suministra alimento (nunca me va a faltar la marihuana). Es decir, hay una
intensa oralidad desplazada a la piel.
La vinculación que se hace de “Sexo, drogas y rock and roll” también es significativa porque alude a un ambiente de consumo; de hecho, el tatuarse es una práctica muy extendida entre los cantantes de rock.
Otra función que cumple el tatuaje es la de dar expresión a vivencias sumamente perturbadoras. Es decir, sirve con el propósito de ligar estados de tensión o angustia que de otra manera hubieran ocasionado una turbación psíquica y el consiguiente efecto desintegrador (la posible eclosión de un episodio psicótico). Así el tatuaje es un intento de configurar una representación en la piel que contenga y delímite lo que se está experimentando. Se puede inferir que en dichos momentos lo predominante parece ser un pasaje al acto (actig out) con escasa contrapartida simbólica.
Aquí debemos retomar el tema del dolor y hacer otras consideraciones. En efecto, procurarse un dolor físico y puntual puede ser mucho más tolerable que verse desbordado por un dolor psíquico de tamaño inconmensurable. Didier Anzieu plantea que el dolor puede resultar un indicador de estar vivo, adquiriendo así un sentido de: “sufro, luego existo”. El cuerpo recupera vía el sufrimiento su condición de objeto real. Al respecto escribe Concepción Arenal: “El dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro”.
Como un dato curioso, debemos señalar aquellos sujetos que se queman la piel con cigarrillos como un último recurso de supervivencia psíquica, acción que llevan a cabo regularmente en lo momentos de depresión. Esta opción masoquista y fuertemente tanática opera no sólo como un autocastigo (por intensos sentimientos de culpa), sino también como descarga de impulsos violentos dirigidos contra sí mismo, donde un aspecto de su Self está identificado con una figura parental representada como violenta.
El trabajo de Robert Storolow acerca de los diferentes fines de la personalidad masoquista, subraya la necesidad de una estimulación a través de la superficie de la piel, para destacar los límites de la imagen corporal y, en un nivel más primitivo, restaurar un sentimiento cohesivo del Self.
La decisión de dejar de tatuarse no tiene tanto que ver con una desvalorización de la acción en sí, sino que adviene como consecuencia del deterioro psíquico, o sea, cuando el tatuaje entra de lleno a patologizarse. Algunos sujetos pueden llegar a formalizar un vínculo amoroso o incluso casarse en aras de conformar una familia y es posible suponer que bajo estas circunstancias obtengan un suministro narcisista lo suficientemente importante para sostener su identidad y entonces dejar de tatuarse.
Por otra parte, algunos sujetos pueden llegar a desconfiar del tatuador habitual, o temer que el tatuaje deseado no cumpla con sus expectativas sobre todo cuando piensan plasmarlo en la espalda, o algún otro punto donde no logran visualizarlo, aquí podrían emerger ansiedades paranoides y, más subyacentemente, cabría pensar en fantasías de agresión de índole homosexual.
Cuando el sujeto se tatua imágenes que tienen que ver con la muerte se puede entrever que este coqueteo con la muerte —un triunfo de los aspectos más destructivos de la personalidad— (Pulsión de Muerte “Tánatos”) funciona en sus aspectos mágicos de protegerlo contra un estado de desintegración mayor, el tatuaje es aquí simbolizado como si se tratara de un amuleto contra la muerte.
Por lo tanto, cuando el tatuaje no cumple con las diversas funciones descritas y adquiere un sesgo peligroso para el sujeto, es dejado de lado. Si nos atenemos a las respuestas de cómo concibe cada sujeto sus tatuajes y el por qué ha dejado de grabarse la piel, veremos cómo interviene este aspecto.
Cuando el sujeto «retoca» sus tatuajes con el objetivo de «mejorarlos» implica una reinscripción que contempla un criterio claramente estético. Pero nuevamente aparece una finalidad inconsciente de «reparación psíquica», aunque esta vez al servicio de un «embellecimiento»; por lo que ya no se trataría de una «simple imagen» sobre la piel. También es probable que al tatuarse sobre sobre un antiguo tatuaje es porque se crea conciencia de la mirada crítica del otro.
Hay un punto más y es la negación del reconocimiento de un registro permanente por la mayoría de quienes se tatúan: no piensan en el futuro, el tatuaje puede llegar a molestar o incomodar.
Algunos conflictos reaparecen cuando el sujeto tiene que responder a sus hijos (niños o adolescentes) acerca de la elaboración y significado de sus tatuajes.
La idea de algunos, de borrarse todos sus tatuajes, en cierta medida, sugiere una fantasía mágica de limpiarse de todo lo patológico que transitó en él. El cuerpo sin tatuajes ahora es equiparado a otra imagen, esta vez, de salud mental.
Los componentes ideológicos inherentes al tatuaje —entre otros— son la enorme importancia asignada a la imagen como forma de obtener reconocimiento social prevaleciendo la consecución de un ideal que se nutre esencialmente de la exterioridad, es decir de vivir de la apariencia. Así el sujeto le brinda mayor importancia a sus imágenes (tatuajes) que a su mundo interno, con lo que se aparta de la realidad.
Los tatuajes también funcionan a menudo como una coraza defensiva que permite (ilusoriamente) contrarrestar temores o inseguridades: Me he tatuado para armar una imagen de mi mismo, para funcionar mucho mejor, con mayor eficiencia, para estar distante de la soledad que me acecha incansablemente. Pero aquí se produciría entonces una suerte de paradoja: si el tatuaje conlleva un sentimiento de libertad de disponer de uno mismo a través del cuerpo, permite romper ataduras o da cuenta de una transgresión, al mismo tiempo parece sujetar al sujeto a una determinada imagen que, consciente o inconscientemente, intenta preservar ante otros.
El tatuaje cumple con la imposibilidad del sujeto para expresarse, ese no-decir que se se convierte en una imposición y la imagen (tatuaje) supliría entonces a las palabras. Así el tatuaje evoca la idea de un salvavidas que permite mantenerse a flote. El tatuaje no se reduce al diseño en sí, sino que condensa al sujeto en su situación existencial. Tal como lo expresará José Ortega y Gasset al definirse a sí mismo: “yo soy yo y mi circunstancia”, aquí intervienen una serie de factores que historizan al sujeto en un momento determinado.
Y por último, nuestra cultura de consumo persuasiva por no decir impositiva, que incentiva la oralidad a través de los ojos, la boca, la piel… que provee los medios necesarios que posibilitan eludir situaciones de frustración y dolor psíquico, tiene una gran y profunda influencia en el sujeto. Bien lo dijo Dante Alighieri: “Cuando carecemos de esperanza, vivimos llenos de deseos”.

Las implicaciones de la acción de tatuarse, psicoanálisis. (Primera Parte).

No existe mejor espejo que refleje las patologías del sujeto que sus tatuajes. Moh@rt.

Cabe la posibilidad que una vez realizado el primer tatuaje puede activarse una tendencia a seguir tatuándose, sobre todo durante la adolescencia y los primeros años de la edad adulta, situación que podemos asociar con una predisposición similar a la que existe en la toxicomanía. Cabe señalar que el tatuaje tendría la categoría del efecto «Farmakon» tal como lo propone el psicoanálisis.
El origen de la acción de tatuarse —aunque puede existir múltiples factores— podemos señalar algunos revelantes como son los conflictos suscitados en la infancia debido a un entorno parental que falla sustancialmente en proveer un soporte emocional. Impresionan la falta de calidez y un abandono de uno o ambos padres que reviste distintas modalidades. Obviamente se debe considerar el contexto socioeconómico, cultural y el hecho de que las condiciones de vida son de por sí difíciles.
La interacción con los padres evidencia un enorme déficit de comunicación, donde las palabras, más que transmitir afecto o cuidado, fueron experimentadas como «imposiciones». El entendimiento verbal es reemplazado por acciones concretas, a saber, límites colocados como prohibiciones o castigos a menudo corporales. Esto nos recuerda la frase de
Tahar Ben Jelloun: “El odio virulento hacia el prójimo es la expresión del dolor de uno mismo”.
Los sujetos que se tatuan la figura materna puede tener una connotación agresiva, o permisiva, o sufriente, o finada; mientras una figura paterna puede representar una autoridad violenta real o simbólica, o bien un padre ausente o fallecido. En este primer plano se vislumbra el origen de los sentimientos de rebeldía y los conflictos con la autoridad que tan explícitamente aparecen en las respuestas, en particular, en relación con un padre temido y odiado. En ambas situaciones se pueden remontar a las figuras parentales contenidas en el Complejo de Edipo. También quedan delineadas las identificaciones tanto sádicas como masoquistas.
La necesidad imperante del sujeto de llamar la atención a través del tatuaje asume tempranamente la forma de conductas antisociales: en esto vemos la compleja asociación entre agresión, culpa y necesidad inconsciente de castigo.
Estos sujetos, bien pueden buscar refugio con sus pares. Y cuando aparece una marcada acción delictiva que recorre los relatos de estos sujetos, no sólo es consecuencia del alcoholismo o toxicomanía sino también es expresión de un modo de vida.
Cuando nos encontramos con sujetos que se han tatuado de forma casera, no necesariamente es por falta de dinero, aquí interviene un componente ideológico que concede una valoración muy precisa al hecho de soportar el dolor y no demostrar miedo.
El primer tatuaje posibilita una integración social y la inclusión en un grupo que otorga un claro marco de referencia: no sólo contiene sino que también permite externalizar conflictos y mitigar ansiedades. Este aspecto reviste particular importancia en la medida en que el grupo es visto como una familia. En consecuencia, se trata de una inserción que adquiere un tinte fuertemente endogámico.
El hecho de que sujeto conviva en un grupo donde sus integrantes tengan diferentes edades, los de mayor edad asumen un sesgo parental a la vez que encarnan un ideal omnipotente donde todo vale. La cultura de grupo permite y refuerza muchas veces veces una fascinación por lo destructivo y marginal. En este ámbito, la iniciación en el tatuaje representa una manifestación de consolidar su masculinidad (en el caso de varones) e implica un cambio de condición bien recibido por todos los miembros. Así una vez tatuado, el sujeto tiene la convicción de inspirar respeto y reconocimiento. La elección del diseño de este primer tatuaje puede incluso revestir las características de una transmisión por parte de otros miembros ya tatuados, marcando así una clara pertenencia al grupo.
El tatuarse puede representar un fenómeno de “contagio” entre los miembros de un grupo, aunque la acción tatuarse implique dolor, la finalidad es que lo desea mostrar, algo que conlleva la fantasía de asunción de un nuevo Self, con esto los primeros tatuajes hacen sentir al sujeto más poderoso.
Hasta aquí algunas consideraciones: el primer tatuaje se acompaña de una vivencia mágica de cambio en el Self (acrecentar la autoestima) y luego de la importancia de exhibirlo y haber sido capaz de resistir el dolor. De cara hacia el grupo, existe algo en común que los identifica, una misma marca investida de valor; vueltos hacia la sociedad, se trata de una marca de la marginación. Ellos mismos manifiestan una relación ambivalente respecto a sus tatuajes, toda vez que si bien son algo idealizado por el grupo, también suelen nominarlos como un estigma corporizado.
En algunos adolescentes el primer tatuaje y los que siguen ocurren en una estrecha conexión con la toxicomanía. En efecto, el consumo reiterado de sustancias tóxicas deviene en un ataque al pensamiento y a las funciones asociadas a él (percepción, memoria, atención, juicio de realidad, etcétera). Esto incide en los tatuajes en mayor o menor medida, por ejemplo la dificultad de recordar y ordenar sucesos del contexto que acompaña la decisión de tatuarse, el olvido del significado del diseño o sencillamente un vaciamiento de significado, lo que nos lleva a concluir que existe un deterioro de las funciones intelectuales que repercute en un notorio empobrecimiento de la capacidad de simbolizar. Algunos de estos sujetos incluso llegan a confesar que durante mucho tiempo nunca hablaron sobre sus tatuajes, como una forma de evitar tomar conciencia de todos los aspectos vinculados a su consecución, ya que esto hubiera implicado historizar su psicopatología. Pero cabe suponer que sus lagunas mnémicas fueran consecuencia del estado de intoxicación por el que transitaron durante años. También algunos tatuajes pueden responder más a una conducta automática y compulsiva (acto deliberado), o bien donde ni siquiera estuvieron consciente en la ejecución del dibujo por haber estado bajo el influjo del consumo de sustancias tóxicas.
El hecho de tatuarse en condiciones precarias e incluso insalubres, habla de una pérdida de la función de autoconservación.
«Ahora bien, es notable cómo el umbral de resistencia al dolor físico en la acción de tatuarse se contrapone a una extrema fragilidad para tolerar el dolor psíquico». Éste es un punto sumamente importante no sólo en lo que atañe a la adicción de tatuarse sino el despliegue de componentes masoquistas para ponerlo en práctica.
El sujeto vacila al momento de tatuarse por miedo a una crítica estética ya sea propia o ajena porque el tatuaje no se observe según lo imaginado, o perder la proporción esperada. El tamaño del tatuaje evidencia en sí una alteración en la percepción de la imagen del cuerpo. Por otra parte, tatuarse uno mismo sin tener los conocimientos necesarios o recurrir a un inexperto que apenas inicia como tatuador, o permitir que quien los tatúa esté bajo el consumo de una sustancia tóxica, son factores que remiten no sólo a un maltrato corporal, tambien opera una disociación psique/cuerpo con total prescindencia del resultado.
Se observa frecuentemente que existe un déficit del juicio de realidad en el sujeto que se tatua y la consiguiente desconexión respecto a las consecuencias que acarrea la elección de ciertas partes del cuerpo a tatuar.
A esto se suma el desconocimiento de cómo serán percibidos los tatuajes por un entorno más amplio lo que nos remite a un empobrecimiento de lo social, que queda limitado al grupo al que pertenece el sujeto. Significativamente reaparece la capacidad de ser consciente de la mirada del otro así como de sus implicancías del tatuaje en el terreno laboral.