La intimidad. 

“Escojo a mis amigos por su buena apariencia, a mis conocidos por su carácter y a mis enemigos por su razón“. Oscar Wilde.

La palabra «intimidad» no tiene una definición inequívoca. Ni siquiera podría decirse que se opone a lo público. En todo caso, regularmente son ciertas manifestaciones psíquicas las que delimitan su experiencia; principalmente la vergüenza y el pudor.
Entre los niños siempre es notorio el momento en que alguna de estos puntos subjetivos se hace presente por primera vez. Y, curiosamente, es en relación al uso del lenguaje hablado que lo ponen de manifiesto antes que tocar el cuerpo propio. Un niño de tres años por ejemplo puede deambular desnudo en su casa sin dificultades y, sin embargo, mostrarse cauteloso para expresar algo a sus padres frente a extraños. De este modo, la esfera de lo íntimo tiene como ámbito de circunscripción y vigencia cierta disposición enunciativa. Es una manera de hablar, que también se verifica en otra práctica que los infantes ejercitan con un particular placer a partir de cierto momento: el contar algún secreto. Un secreto, como tal, no dice nada. Es un modo de decir. La contracara del secreto es la promesa. Quien dice o recibe un secreto provoca una relación particular entre dos, quedando inmediatamente comprometidos. El decir del secreto produce una intimidad irrescindible. ¿Cuántas veces no hemos atesorado la confidencia del prójimo? a sabiendas de que “eso” que debemos guardar y cuidar generalmente sólo concierne a esa persona y, desde nuestra posición no tiene mayor relevancia cómo para quién nos lo confía. Por ejemplo, cuando una amiga nos confía que se encuentra embarazada. En última instancia, será ella quien tenga mayor incumbencia de su futuro hijo porque se hará cargo de su manutención, cuidarlo y educarlo.
En una sociedad volcada al chisme y hacer evidente lo que se intenta mantener en privado ¿No cabría decir que el contexto de intimidad debe ser puesta en cuestión? En nuestros días está muy extendida la idea que los sujetos exhiben su intimidad, especialmente en las redes sociales. Sin embargo, este planteo es algo reduccionista y simple, propio de la «psicología cognitiva». En todo caso, hay un discurso público acerca del propio sujeto. Porque lo íntimo no se opone a lo público. Esta confusión presupone una equivalencia entre lo íntimo y lo doméstico. En cambio, la intimidad es un tipo de lazo social. Uno de los lazos sociales más debilitados en la sociedad contemporáneo, pero no inexistente ¿Qué significa esto? Abordemos un ejemplo. La función que tiene un psicoanálisis es una práctica fundada en la intimidad. Sigmund Freud decía al respecto que lo propio del trabajo psicoanalítico radica en establecer una conversación distinta a la cotidiana. A diferencia de la comunicación ordinaria, el decir en un psicoanálisis tiene un estatuto específico: El que habla no intercambia información con el psicoanálista (no dice “nada”, en este sentido) sino que recupera la posición desde la cual habla, y así la pierde; es decir, pierde su posición en la medida en que la consigue. En esto consiste lo que Jacques-Marie Émile Lacan denominó “destitución subjetiva”. He aquí lo más destacado del “diálogo” (“dia”: a través; “logos”: discurso) que propicia el psicoanálisis pero ello no es caso excepcional. En realidad, el discurso entre los amantes se caracteriza por una intimidad semejante. Roland Barthes decía en su obra “Fragmentos de un discurso amoroso” que dicha intimidad se caracteriza, hoy en día, por su “extrema soledad”.
Retomando el punto ¿No es evidente el modo en que eventualmente los amantes se anticipan en lo que van a decir, o hacer, o cómo se sienten, como si cada uno pudiera leer en su partenaire el pensamiento? ¿No es siempre curioso escuchar el modo de hablar de los amantes, con sus singulares epítetos y formas muy peculiares de lenguaje? Sin duda, también el discurso amoroso se separa del hablar cotidiano. Y, sin embargo, el sistema capitalista influye de manera preponderante en este vínculo. Lacan sostenía esta idea, cuando afirmaba que el capitalismo se desentiende de “las cosas del amor”. El surgimiento del capitalismo trajo consigo un impacto negativo en el amor. La correlación entre el amor y el psicoanálisis, es que el primero se encuentra en el centro de aquel, algo que es denominado la «transferencia».
Ahí donde creeríamos que hay una intimidad exacerbada (redes sociales) en realidad se comprueba una pluralización de modos de comunicación, que sirven para decir mucho, pero carecen de consecuencias. Nos hemos vuelto todos comunicadores, desde las diversas áreas del conocimiento humano, hoy podemos decir que conocemos a muchos personas, que tenemos cientos o miles de contactos, gracias a los medios de comunicación principalmente a través través de la Internet, pero paradójicamente pocos son los «lazos de intimidad» que tenemos con el prójimo. Porque en última instancia la intimidad siempre nos compromete con el otro, pero también con uno mismo, en la medida en que dispone a dejarse transformar y vincularse por la palabra, como seres parlantes que somos.

¡Ser feliz! ¡Ser uno mismo! 

“Hay dos clases de tontos: los que no dudan de nada y los que dudan de todo”. Príncipe de Ligne.

La afirmación: “Tengo derecho a ser feliz”, se ha vuelto un enunciado habitual en nuestros días, pero surge inmediatamente la pregunta ¿me lo merezco?
La depresión del sujeto se ha convertido en algo peor que la represión. Si, con Jacques-Marie Émile Lacan, entendemos que «lo que no está prohibido se vuelve obligatorio», no puede extrañar que al sujeto dividido por el deseo se le oponga el sujeto de la performance.
Por paradójico que parezca la búsqueda incesante y permanente del sujeto por ser diferente lo conduce sin duda a la máxima homogeneización, tal como se comprueba en la proliferación de las diversas técnicas de autoayuda y la multitud de caminos espirituales ofrecidos para que cada uno se encuentre consigo mismo, con su ser más profundo que lo habita, aunque el verdadero Yo de cada sujeto sea el saldo —sin que tenga conciencia de ello— de una identificación con una imagen ideal proveniente del otro u otra cultura.
Ser uno mismo, ser como se es, ser original, he aquí las posiciones delirantes del sujeto de nuestro tiempo, demasiado empastadas con la ambición de «ser» y menos con el «devenir».
La pretensión de originalidad que pretende alcanzar el sujeto es algo tan extraviado como la demanda de ser feliz. En última instancia, es una fantasía anoréxica la suposición de que se pueden tener ideas propias. Acaso, ¿no vienen del “Otro” las ideas que nos sorprenden, incluso cuando ese “Otro” puede ser una intuición repentina, un sueño, un chiste oído al caminar? La otra cara de esa apropiación frenética y narcisista de las ideas es el desarrollo creciente de juicios por robo de autora, como lo desarrolla Hélène Maurel-Indart en su libro “Sobre el plagio”. Charly García decía en una entrevista: “El que roba a uno es un pelotudo, el que le roba a todo el mundo es un genio. El estúpido cree que el genio tiene que inventar algo”. Sólo restaría agregar que la afirmación de Charly es una variación de otra de Ígor Stravinsky; “Un buen compositor no imita, roba”; que, a su vez, es una variación de otra de Oscar Wilde: “El talentoso toma prestado, el genio roba” y así sucesivamente. Por eso, cabría decir mejor que genio no es el que inventa grandes cosas, sino aquel que puede disfrutar de la genialidad de los otros sin sentirse opacado.

El concepto del Yo Ideal, psicoanálisis.

Sólo soy «yo» por encima o por debajo de mí mismo, en la rabia o el abatimiento; a mi nivel habitual, ignoro que existo. Émile Michel Cioran.

La construcción de la representación que el sujeto se hace de sí mismo (Yo representación o Self) integra siempre elementos valorativos. Por ejemplo, cuando un sujeto se percibe como alto o bajo, gordo o flaco, en estas categorías está incluído un determinado juicio de valor, que varía según la cultura en general o el entorno familiar en particular, pero que siempre están presentes de alguna u otra forma. Prácticamente, no existen rasgos del Yo que no estén en correlación con una escala de preferencias. Aun los que aparecerían como más puramente descriptivos se hallan ubicados en una escala de valor. Y como en toda escala existen puntos que son los de máximo valor, en el caso de los atributos del “Yo representación”, aquellos que se ubican en el extremo de máxima valoración conforman un “Yo Idea”. La palabra «Ideal» aparece aquí adjetivando al Yo, o sea, está indicando que el Yo es ideal en un doble sentido: perfecto y anhelado de ser como él, y también ideal en tanto ilusorio. Podemos entonces definir al Yo Ideal como la representación de un personaje que poseería los atributos de máxima valoración (belleza, moral, poderío, coraje, inteligencia, etcétera). Los personajes heroicos, las estrellas de cine, las figuras de la mitología… son paradigmas de Yo Ideal. Los ensueños diurnos en los que el sujeto se consuela de sus limitaciones imaginándose como capaz de realizar grandes hazañas, ocupar posiciones destacadas, poseer las cualidades más excelsas, ser muy atractivo, tener mucha inteligencia, etcétera nos aportan también modelos del Yo Ideal. En el terreno de la psicopatología, la existencia del Yo Ideal como representación a la que aspira permanentemente el sujeto se nos revela abiertamente a través de los delirios megalómanos, en los que el sujeto se cree ese Yo Ideal en forma de Dios, profeta, que todo lo sabe… Si bien existe la costumbre de designar al Yo Ideal en singular, como si fuera una entidad simple, en realidad no hay un sólo Yo Ideal sino que existen muchos, que corresponden a los diferentes rasgos. Un sujeto puede tener un Yo Ideal para un determinado valor moral, otro para los aspectos físicos, y aun dentro de éstos puede tener uno muy específico para un rasgo, como la forma de la nariz, la silueta, el pelo, etcétera.
Pero así como la escala de las valoraciones tiene puntos máximos, en los cuales está ubicado el Yo Ideal, también posee puntos de mínima estimación. Para que pueda concebirse algo perfecto es necesario que se tenga una representación de lo que no lo es, es decir de lo imperfecto. Es totalmente imposible, desde el punto de vista lógico y vivencial, la categoría de perfección sin la correspondiente recíproca de imperfección. Esto nos permite abordar un problema que se plantea en la teoría del Estadio del Espejo tal como ha sido conceptualizada por Jacques-Marie Émile Lacan, en la que plantea que el niño obtiene una imagen unificada de sí, a través de la visión que de él le devuelve el espejo, y que la fantasía de cuerpo fragmentado resulta de un efecto retroactivo de tal representación unificada del cuerpo. Si tal representación unificada no existiera, nada podría entenderse como fragmentado, ya que la idea de fragmentado proviene del efecto de contraste con la representación unificada. Pero creemos necesario considerar que la recíproca también es cierta. Si no se tiene la noción de fragmento nada puede tampoco entenderse como entero y no se justificaría el saludo jubiloso de la «imagen especular». Entonces, al preguntarnos ¿cuál es previa?, la fantasía de «cuerpo fragmentado» o la «representación unificada», se plantea una situación que parecería una verdadera aporía. Lo que sucede, a nuestro entender, es que se constituyen simultáneamente, en un mismo acto, la imagen del cuerpo unificado y la imagen del cuerpo despedazado. La imagen que aparece como unificada es la que permite, por contraste, hacer vivencia la otra como fragmentada, y las sensaciones que no aparecían previamente conceptualizadas como fragmento son las que determinan, por contraste, que se vea a una determinada imagen como unificadora. O sea, en el momento preciso de la visión de la imagen especular se ha producido un salto, algo equivalente a ese nuevo acto psíquico que requirió también Sigmund Freud para pasar del autoerotismo al narcisismo, salto que implica pasar de la pura percepción de la incoordinación motriz a la significación de la misma como fragmentación. Que la imagen de perfección y la de imperfección se presuponen recíprocamente lo podemos ilustrar con la situación en que la madre es omnipotente para el chico por contraste con su propia incapacidad motriz, para tomar un determinado orden de incapacidad. Pero, a su vez, la incapacidad motriz es vivida como impotencia, significada como tal, por contraste con lo que aparece como coordinación en la madre. De igual manera el hermano mayor es contemplado con embeleso por el menor porque hace precisamente lo que él no puede hacer. En este caso, al igual que en el ejemplo anterior, hay que distinguir el hecho de que el niño capte, que no puede alcanzar motrizmente algo que desea, y la vivencia de impotencia, de inferioridad con que puede quedar significada esa imposibilidad motriz. Queremos destacar aquí que no se trata de la mera percepción, aprehensión directa de una realidad de orden natural, sino de la forma en que esta realidad queda codificada.
Ahora bien, si las categorías de perfección, omnipotencia, implican las recíprocas, el Yo Ideal implica la posibilidad de existencia de otro Yo que no sea Ideal y que se caracterizaría por estar ubicado en el lugar de la menor valoración de la escala. En función de esto, para este Yo resulta adecuada la denominación de «Negativo del Yo Ideal». El Yo Ideal y su Negativo se encuentran ubicados sobre el mismo eje semántico, en los polos del mismo, pudiendo existir puntos intermedios entre uno y otro. Cuando se compara el Yo Ideal con el Negativo de ese Yo Ideal, cabe preguntar si existe algo que sea en sí mismo el negativo, o si, simplemente, éste está dado por la ausencia del rasgo positivo. O, planteado en otros términos, cuando se contrasta el Yo Ideal con su Negativo, lo perfecto con lo imperfecto, lo bueno con lo malo, etcétera ¿es que existe un sólo rasgo que cuando está presente, a la manera de una marca, implica una determinada posición, y que cuando no está, es la presencia de una ausencia lo que da el carácter de negativo? O, ¿se podría tratar de dos marcas? Este problema de la existencia de una o de dos marcas para establecer rasgos diferenciales ha sido encarado por la lingüística, aunque no vamos a referirnos aquí al desarrollo que ha tenido en esta disciplina. Lo que nos interesa es mostrar la aplicación que se podría dar en el campo psicoanalítico. Así, en la Etapa Fálica, en que el niño reconoce la existencia de dos sexos pero solamente hay un órgano que cuenta: el Falo, hay una marca —el falo— que posibilita por presencia o ausencia dos categorías. Se diferencia al varón de la mujer, pero, sin embargo, la mujer aparece como aquella a la que le falta el Falo, o sea, dos categorías y una sola marca; si se posee ésta, queda uno ubicado en la categoría de varón, pero quien no la posee, está castrada, es mujer. Sin embargo, el niño accede ulteriormente a las categorías de masculinidad y femineidad desde otra perspectiva. La femineidad ya no es solamente la ausencia de pene, sino que es la presencia de vagina. De modo que masculino y femenino no aparecen definidos con respecto a un único rasgo, el Falo, sino con respecto a dos marcas: pene o vagina. Lo anterior nos lleva a la conclusión de que los dos elementos de una categoría relacional, en este caso el Yo Ideal y el Negativo del Yo Ideal, se pueden construir, por lo tanto, sobre la base de la presencia de una o dos marcas. Lo decisivo no es que la diferencia se establezca sobre una u otra condición sino estudiar qué es lo que determina que una de las posiciones marcadas aparezca como el Yo Ideal mientras que la otra, ya sea por ausencia de la marca anterior o por presencia de una marca diferente, aparezca como el negativo del Yo Ideal.
Gracias a que existe un Yo Ideal y un Negativo del mismo, y a que el sujeto se puede identificar como uno u otro, estas identificaciones dan origen a una serie de posibles combinatorias que no pretendemos agotar ahora, sino simplemente ilustrar. Así, existen casos en que el sujeto se identifica como el Yo Ideal e identifica —aquí, si se quiere, identifica proyectivamente— el Negativo del Yo Ideal en otro sujeto. Su necesidad de representarse como el Yo Ideal es tan importante que tiene una dificultad particular para tolerar el análisis, precisamente porque debido a que el mecanismo de la «Identificación Proyectiva» logra conservar su identificación con el Yo Ideal, cuando se le señala algo en el curso del psicoanálisis, este señalamiento es vivido como que no es perfecto puesto que merece que sea interpretado por el psicoanálista, lo que implica a sus ojos quedar ubicado en el lugar del Negativo del Yo Ideal. Otro ejemplo de la misma relación entre Yo ideal y Negativo del Yo Ideal lo encontramos en la situación absolutamente típica de retorno al hogar cuando han salido juntas varias parejas que mantienen una amistad. Se asiste al placer final de toda buena salida de amigos: cada pareja critica a la otra, logrando de esta manera reconstruir su identificación, en tanto pareja, con el Yo Ideal que estuvo cuestionado durante la salida por todo ese tipo de conversación de ostentación, en que más que lo que se dice importa quedar colocado a los ojos de los demás en el lugar del Yo Ideal. Digamos de paso que la envidia que se experimenta en esa situación ante la ostentación del otro no es por el objeto en sí mismo que el otro pudiera poseer, sino que a través de ese objeto el otro queda ubicado en el lugar de máxima valoración, de modo que la envidia recae sobre la posición que esa posesión privilegiada otorga. Esta es también la esencia de la «envidia del pene» en la mujer, ya que se desea éste porque otorga a su portador la condición de ser completo, o sea perfecto. A diferencia del caso anterior, tenemos la condición en que el sujeto se identifica con el Negativo del Yo Ideal y por el contrario identifica al Yo Ideal en los otros. Nos encontramos entonces en una de las variantes de la melancolía. La otra es aquella en que tanto el sujeto como los otros quedan identificados con el Negativo del Yo Ideal. Ya dijimos que no hemos pretendido agotar las posibles combinaciones sino mostrar las posibilidades de análisis que se abren cuando se entiende al Yo Ideal no como una entidad en sí misma sino como parte de una categoría relacional, de la cual es un elemento junto al Negativo del Yo Ideal.
Y por último, si hay colapso, es decir caída desde la identificación con el Yo Ideal a la identificación con el Negativo del Yo Ideal, es porque el primero pudo constituirse, y a su vez el sujeto pudo identificarse con él. Esta segunda condición es esencial y debe ser diferenciada de aquella otra en que el sujeto nunca estuvo colocado en el lugar del Yo Ideal. Así, en los caracterópatas melancólicos, el Yo Ideal está constituido, pero siempre se halla ubicado donde ellos no están; de ahí su desvalorización crónica. Esto se puede ilustrar con un breve ejemplo. Se trata de un adolescente melancólico, hijo de madre soltera. El nacimiento de este hijo fue para la madre la marca de su deshonra. En vez de constituirse para ella en el «Falo que la completaba», que le restituía su omnipotencia y perfección, fue por el contrario lo que la hacía vivir ante sus ojos y los de los demás como imperfecta. Ni el hijo ni la madre pudieron identificarse en consecuencia con el Yo Ideal. Este existía, en tanto representación psíquica, desde el comienzo, aunque colocado en el otro, por ejemplo, la madre casada y su hijo legítimo. Si había un sentimiento de indignidad en esa mujer era porque confrontaba su situación con otra, que la parecía caracterizarse por la perfección; o sea, la encarnada por un Yo Ideal. La desvalorización del hijo se explicaba por una doble fuente: era considerado por su madre como el que nada valía, inducción por lo tanto de una identificación con el Negativo del Yo Ideal, y a la vez, al identificarse con su madre, el niño lo hacía con una figura desvalorizada: La constitución de un Yo Ideal es por lo tanto la condición necesaria para la existencia del colapso narcisista, aunque no suficiente para que éste se produzca. En el ejemplo del adolescente melancólico que hemos consignado, es inadecuado decir que éste ha sufrido un colapso narcisista. En realidad nunca llegó a estar en la posición de Yo Ideal desde la cual pudiera descender a la del Negativo del Yo Ideal. Es un caso totalmente distinto de aquel en que por la presencia de padres idealizadores se constituye el Yo Ideal y la identificación con el mismo. El colapso es la pérdida de tal identificación. En este sentido la oscilación entre la fase maníaca de la psicosis maníaco-depresiva, en que se está identificado con el Yo Ideal, y la fase depresiva señala precisamente que no hay colapso sino desde la identificación con el Yo Ideal, la que se pierde para dar paso a la fase depresiva.

El niño tonto. 

El deseo de ser el objeto, del deseo del otro.

La obra titulada “Más allá del principio de placer” de Sigmund Freud revela que desde esta concepción los actos que lleva a cabo el sujeto, en realidad serían simplemente realizaciones de deseos frente a situaciones que le ocasionarían indudablemente angustia, o a lo sumo transacciones entre el deseo y la defensa. En rigor, no se ve claramente como algo que es en sí mismo el summum de la angustia, como, por ejemplo, algunos momentos de máximo delirio de persecución en que el sujeto llega a sentirse en riesgo mortal y, desesperado, termina realizando algo que atenta con su propia vida, podría entenderse entonces que esto sucede como una defensa contra una angustia mayor. Resulta necesario entonces revisar la psicopatología que se ha constituido íntegramente a partir del “principio del placer” y con la aplicación exclusiva de éste.
Cuando Freud dice: “Más allá del Principio del placer”, y ya no explica los sueños de angustia como lo hizo en “La interpretación de los sueños”, recurriendo siempre a un argumento que permitiera verlos como una realización de deseos, sino basándose en un principio que enuncia en el título mismo del trabajo “Más allá del principio de placer”, o sea la compulsión a la repetición, eso mismo indica que existen efectos que no son buscados por el sujeto sino que, por el contrario, él cae en ello de forma irresistible. Por lo tanto no es que eliminemos al deseo como motor del psiquismo, sino que cuando se desea algo, se puede caer, por la compulsión a la repetición, en algo que efectivamente no era el efecto buscado. Tal frase de “Más allá del principio del placer” a la génesis de los síntomas no se ha realizado, y todos los historiales freudianos han sido objeto de análisis efectuados a la luz de “La Interpretación de los sueños”, ya que son anteriores a “Más allá del principio del placer”.
Ahora bien, si a partir del “principio del placer” no podemos deducir la causa de la existencia de esta estructura de pensamiento a cuyo estudio estamos abocados, tendremos que buscar la explicación en otra parte. La explicación se halla en el hecho de que el hombre se inscribe en un orden cultural, en un mundo de lenguaje (ser parlante en la tesis de Jacques-Marie Émile Lacan), en el cual se le ofrecen pensamientos ya formados que funcionan como entidades a priori. Si la realidad tiene que ser aprehendida en la malla del lenguaje, y éste ya se halla constituido, los juicios de atribución —los juicios en que se predica un atributo, una cualidad, una esencia de un sujeto— no se construirán por inducción generalizadora, sino que se captarán en actos cognitivos que la filosofía designó en una época como intuiciones, intuiciones que opuso al pensar discursivo, o mejor aun a la deducción. Al sujeto se le proporcionan conceptos con los que piensa sobre la realidad que lo circunda y lo mismo se hace con la representación que tiene de sí mismo. Es identificado como malo, bueno, inteligente, tonto… en actos de captación totalizadora por parte del sujeto (adulto) que profiere esos juicios. Por ejemplo cuando el adulto se refiere a un niño: “Eres tonto, mirá como caminás” pero en realidad, entre caminar de cierta manera y ser tonto no hay ninguna relación determinante, pues puede caminar así y no ser tonto, o puede ser tonto sin tener ese tipo de marcha.
El juicio de tonto —imagen totalizadora— puede ser más bien la expresión de fastidio, de animosidad, del impulso agresivo del sujeto que desea inferiorizar al infante por medio de esa imagen negativa. Es obvio que ese juicio puede surgir en el sujeto por cualquier causa y encontrar en ese andar del niño su oportunidad de manifestarse. Lo que deseamos destacar es que el hecho de que ese niño reciba la imagen de tonto no deriva de su modo de caminar, de esa situación concreta, sino de alguna otra motivación que tiene ese sujeto por la cual necesita llamarlo tonto, quizá para señalar simplemente una posibilidad, que el adulto esté lidiando en ese momento con un sentimiento de inferioridad, con el de sentirse tonto. Aprovecha entonces la oportunidad de que el niño camine de determinada manera para hacer la proyección de su sentimiento de inferioridad. Pero, además, al decirle “eres tonto, mirá como caminás” crea la ilusión, que se inscribe como estructura de razonamiento consiguiente en el niño, de que porque camina de esa manera entonces el sujeto llegó a la conclusión de que es tonto. O sea que mientras lo identifica como tonto por una causa dada, sin embargo el argumento que utiliza con el niño es “porque caminás así eres tonto”. Al niño se le otorga así una estructura de pensamiento, de implicación lógica, en que parecería que se hubiera procedido por inducción —a partir de la forma de caminar— hacia la generalización de un atributo, cuando en realidad se partió del juicio atributivo y se lo justificó por el modo de caminar *. Esquematicemos lo anterior:
Los calificativos de inconsciente o de consciente escritos sobre las flechas indican que los que tienen tal carácter son los procesos psíquicos que van de la motivación en el adulto a la expresión de “tonto” y de ésta a “caminás de tal manera”. La relación entre el tipo particular de motivación inconsciente en el adulto y su juicio manifiesto, según el cual el niño es un tonto forma parte de una estructura que es analizable en el adulto que formula tal juicio. Pero una vez que se ha dado al niño la imagen con la que éste se identifica, la representación totalizadora de “tonto” queda desvinculada de la motivación específica que la generó. O sea, habrá motivaciones por las cuales el adulto le dice tonto al infante, pero una vez que este niño se identifica con esa imagen de tonto, en el inconsciente del infante no está la motivación del adulto que determinó que lo llamara tonto. El niño se identifica con esa imagen de sí sin que nunca quede la motivación que tuvo el adulto para decirle al infante más que ese efecto, esa imagen identificatoria de tonto. Como es obvio, no hace falta que un episodio sea explicitado verbalmente ya que existen infinidad de formas de comunicar imágenes totalizadoras que son inconscientes aun para el adulto (miradas, gestos, actitudes, usar doble sentido a las palabras, mímica etcétera) y por lo tanto esa imagen, la más de las veces, queda inconscientemente inscripta en el niño.
Queremos dejar bien sentado que esa significatición que realiza el adulto hacia con el niño, es decir la inscripción de esta imagen de sí que percibe el infante por medio del adulto, hace que algo se pierda, algo que no podrá recuperarse ni siquiera psicoanálizando al niño. En éste queda inscripta inconscientemente la imagen de tonto, pero no la verdadera causa —la que hemos llamado motivación inconsciente —que el adulto llevó a construir esa imagen.
Por eso, dado que ésta es el resultado de una identificación con la imagen que le viene de otro, resulta inadecuado buscar en el inconsciente de ese niño la razón de dicha imagen en causas que aparentemente la justificarían. La identificación resulta así muda con respecto a la motivación determinante y concluye siendo —como diría Freud— “el resto que queda de una catexis de objeto”,
A esto debemos agregar: “Así como Freud alertó sobre la diferencia entre el inconsciente sistemático y descriptivo, hoy debemos hacerlo sobre la representación inconsciente y el efecto inconsciente de la estructura”. En el caso que estamos considerando, la representación inconsciente en el niño puede ser la de tonto, pero el efecto inconsciente de la estructura determinante se refiere, tanto a la relación existente en el inconsciente del adulto entre esa representación y otras representaciones, como a la relación del adulto con el niño. Esta estructura de deseos que comprende al niño y al adulto es la que produce efectos. Si es cierto —y hay razones para afirmarlo por los estudios elaborados por Lacan— que el inconsciente es el discurso del “Otro”, lo que hay en el inconsciente de un sujeto pueden ser restos del discurso del “Otro” que no permiten reconstruir el otro discurso, sino que son simplemente sus efectos. Por más que procuremos afinar el psicoanálisis sobre ese niño en particular, no llegaríamos, como expresamos antes, más que a la identificación. En ese niño, por otra parte, el análisis de la razón de su identificación no tiene que buscarse en el contenido específico de la misma. No es que, por algún motivo inconsciente él desee tener de sí la imagen de tonto, y al proporcionársela el adulto, entonces se apropie de ella. Muchas veces se ha teorizado: “si ese infante aceptó esa imagen proveniente del otro, por algo debe ser”. iSeguro que sí! Pero eso no se debe a que se encuentren un deseo particular del adulto y ese mismo deseo en el niño. «Como el infante tiene el deseo genérico de ser el objeto del deseo del otro, los deseos particulares del adulto pueden inscribirse en su psiquismo como si fuesen sus propios deseos partículares, es decir sentidos como propios». La idea de la conjunción entre dos deseos similares, tan difundida en el psicoanálisis clásico, debe ser reemplazada por esta que acabamos de enunciar. Lo que venimos de expresar tiene validez no sólo en la relación entre un niño y un adulto, sino en todo par estructurado sobre la base de la dependencia con respecto a otro sujeto que es el que aporta el deseo específico.
Muchos psicoanálistas de las llamadas «simbiosis psicopatológicas» tendrían que ser revisados a la luz de este principio, según el cual no se trata de que se «encuentren dos deseos que son idénticos» sino que lo que confluye es un deseo genérico de ser el objeto del deseo del otro y el deseo particular surgido del otro.

*Decidimos considerar al atributo «tonto» como una generalización pues al no ser simplemente “te has comportado de manera tonta en esta ocasión”, es decir la descripción de una circunstancia particular, sino la caracterización de algo permanente —esencia o ser—, supone la premisa “todas las veces te comportás de esta manera tonta”.

El autorreproche, psicoanálisis.

El autorreproche constituye la respuesta agresiva a la representación que el sujeto se hace de sí mismo como agresor. Cuando decimos “respuesta” queremos destacar que el autorreproche es un segundo tiempo, una eventualidad, del sentimiento de culpabilidad, pero no su consecuencia obligada.
Los autorreproches pueden revestir contenidos temáticos diversos, no solamente el de que se ha agredido. Pueden tomar la forma de críticas que el sujeto se hace a sí mismo por considerarse un incapaz, un estúpido, un inútil… todo lo cual constituye por lo tanto la respuesta agresiva a la frustración de no cumplir con el Yo Ideal narcisista.
El autorreproche es un castigo que alguien se aplica por no ser como debería en el ideal de la norma moral, o de la perfección física o mental, es decir en el ámbito del narcisismo.
En el caso particular de que el autorreproche sea consecutivo a un sentimiento de culpabilidad podemos decir que aparece como la respuesta simétrica a la agresión que se considera haber realizado, o sea que “el que a hierro mata, a hierro muere”.
Lo que nos interesa de lo anterior es destacar el papel que juega la autoagresión en la constitución del autorreproche, siendo éste una manifestación de aquélla. En cuanto a la génesis del autorreproche, son dos las concepciones que se han expuesto en la teoría psicoanalítica: Primero, que el autorreproche es el efecto del desplazamiento de otro reproche que permanece fuera de la conciencia y que se justificaría por la naturaleza de su contenido. El autorreproche manifiesto oculta de esta manera a otro autorreproche. Esta es la concepción que aparece, para citar algunos textos, en las obras de Sigmund Freud “Las neuropsicosis de defensa”, “El Hombre de las Ratas”, “El Yo, y el Ello” , y en el capítulo sobre las relaciones subordinadas del Yo, cuando Freud dice que «el Superyó sabe más del Ello que el propio Yo».
Segundo, el autorreproche es en realidad un reproche dirigido contra un objeto externo, con el que el Yo está identificado, tras la pérdida del mismo. Esta es la concepción que surge en la obra del mismo autor “Duelo y melancolía”. Ambas explicaciones se basan en el mismo principio: un reproche, dirigido contra sí mismo o contra otro, no es aceptado y entonces, mediante determinados mecanismos inconscientes, se logra eliminar la percatación consciente de lo que sería la causa legítima y verdadera.

La agresión y la culpa.

Lo que se debe establecer primero es la diferencia de lo que está implicado en el sentimiento de culpa, es decir, por un lado, qué elementos se articulan en esa estructura cognitiva-afectiva y, por otro lado, cómo esos mismos elementos dan origen unos a otros en un sujeto en particular.
Ahora bien, cuando decimos “lo que está implicado en el sentimiento de culpa”, nos referimos a lo que está involucrado cuando el sujeto siente culpa, o en otro orden, cuáles son los elementos que integran el concepto de culpa. La agresión está relacionada con el hecho de ver al otro dañado o lastimado, y de sentirse responsable de ello, de experimentar pena por él, de desear brindarle una reparación, etcétera, y en esa estructura cognitiva-afectiva la agresión aparece como un antecedente lógico, o sea, como un “prerrequisito”, como condición causal de los elementos mencionados en la representación mental que se hace el culposo.
La estructura del sentimiento de culpa expresada en función de una proposición, resulta entonces así: “Porque agredí siento que el otro está dañado y porque soy responsable debo reparar el daño”, es decir “si hay agresión, luego hay culpa”. En términos lógicos, si se da la condición de la agresión, entonces hay culpa. Pero una vez constituida la estructura cognitiva “agresión, luego culpa”, «no siempre» sucede que se reproduzca en ese orden. Esto es lo fundamental que deseamos exponer. Si el sujeto se siente perjudicial, malo, culpable… entonces deducirá que tiene que haber herido o agredido al otro, ya que aquello implica esto último. Pongamos el ejemplo de un sujeto que tiene una representación de sí mismo como perjudicial, malo, culpable. Cuando el padre le dice a su hijo: “Eres malo, mataste al pajarito”, no sólo le está codificando con el señalamiento, que matar al pajarito es un acto agresivo, además le está induciendo un sentimiento de culpabilidad referido a esa situación en particular, de modo que cada vez que mate a un pajarito o tenga la fantasía de matar a cualquier animal se sentirá perjudicial, malo, culpable, al enunciar “eres malo”, ha creado una identidad que está más allá de un hecho en particular. El niño pasa a ser malo, o sea una propiedad que hace a una supuesta esencia del sujeto, algo que es permanente, es una identidad de la cual el haber matado un pajarito es simplemente una manifestación, una prueba de que efectivamente es malo, perjudicial, culpable.
Ahora bien, ese niño ha adquirido por una parte la connotación “porque agredí soy malo” como estructura cognitiva; y simultáneamente —ligada a esta proposición— habrá adquirido la identidad que es malo. Entonces se producirá en el niño el razonamiento: “Soy malo, perjudicial culpable y por eso agredo”. La proposición “si hay agresión, luego hay culpa” se invierte, y en vez de ser la culpa una consecuencia de la agresión, se deduce que ésta ha tenido que ocurrir porque existe aquélla. Esto es lo que se apreciar en esos cuadros, que algunos consideran verdaderas psicosis, en los que el psicótico está preguntándose constantemente a quién dañó, lastimó, agredió, mató, etcétera.
La imagen de malo, perjudicial culpable, es por lo tanto totalizante, previa, y otorga la significación de agresivas a ciertas conductas desplegadas en particular. Estás son significadas a partir de aquella caracterización general. Al modelo explicativo “porque agredí —en la realidad o en la fantasía— soy culpable” queremos sumar otro, habitualmente desdeñado: “porque quedé ubicado como culpable deduzco que he agredido”.

El enamoramiento y la conducta infantil.

Muchas de las conductas desplegadas del sujeto durante el enamoramiento o el amor derivan de los cuidados maternales cuando fueron infantes. La procuración de brindar alimentos, las palabras tiernas, la higiene corporal, el contacto físico, la mirada, etcétera. Por lo que podemos observar que los comportamientos de los adultos en la relación amorosa son también infantiles, esto significa que son regresiones hacia los derivados de la relación madre-hijo.
Los sujetos que cortejan o son cortejados desean provocar un comportamiento tierno, caen inconscientemente en el papel de un infante. Los enamorados suelen hablarse entre sí como niños y emplean muchos diminutivos. El comportamiento infantil forma parte del repertorio de hombres y mujeres.

El origen de los trastornos psíquicos provienen casi siempre del entorno familiar.

“La vida en familia es como un viaje largo por mar, que nunca acaba; y ya se conoce el proverbio; a medida que avanza la travesía se agrían los caracteres”. Emile Tardie.

El «Yo representación» es equivalente a lo que autores como Edith Jacobson y Joseph Sandler denominan «representación del Self».
La idea —excelentemente trabajada en la Teoría Lacaniana— de que el «Yo representación» no es el sujeto sino una especie de máscara, es equivalente a otros desarrollos paralelos en el psicoanálisis, aunque no pueden considerarse como sus antecedentes porque pertenecen en realidad a distintos marcos teóricos. En ese sentido cabe mencionar el concepto de personalidad «as if» de Helen Deutsch, el de «falso Self» de Donald Woods Winnicott, la seudomadurez planteada por Donald Meltzer, los trabajos de Ronald David Laing sobre la mistificación de la experiencia y del otorgamiento de una falsa identidad. Con las diferencias del caso, estos conceptos nos plantean la existencia de una problemática que concita la atención de los psicoanálistas: la constitución de la identidad como una ilusión, como una ideología que puede tener una mayor o menor correspondencia con la realidad.
Conveniente aclarar por lo tanto que si bien el Yo se constituye en la infancia, no se debe entender que existe un sólo acto de fundación y que a partir de entonces, el Yo se mantendría de por sí. Ya que la identidad no se sostiene de por sí en la subjetividad del sujeto, sino en la medida en que “Otro” acepta tal identidad como verdadera; o sea que la presencia del “Otro” no sólo es fundante sino que a su vez es esencial para el mantenimiento y las sucesivas transformaciones del Yo representación.
Esto hace que consideremos el estudio de Jacques-Marie Émile Lacan sobre el Estadio del Espejo como un paradigma de la constitución del Yo, como una señal de que el Yo representación depende de una imagen que le viene desde afuera.
Por otra parte, Lacan dice en su teoría Estadio del Espejo que es la matriz de las identificaciones imaginarias ulteriores, señalándose con lo de matriz que se trata de un molde y que por lo tanto no es toda la identidad que tiene el sujeto.
Veamos ahora la importancia que puede tener para la psicopatología que el Yo representación se construya a partir del “Otro” poniendo un caso hipotético. El hijo de padres melancólicos cuya imagen de sí mismo es la de no valer nada, favorece en consecuencia la construcción de un Yo representación desvalorizado, por identificación con el Yo representación de quienes se ven a sí mismos desprovistos de todo valor. Sucede de igual manera con quienes se identifican con la omnipotencia de los padres. En el caso del hijo del fóbico se puede apreciar una situación muy particular. Al sentirse los padres ante los acontecimientos de la vida como si se hallarán en peligro mortal, al verse como si fueran vulnerables, el hijo también se aprecia como un sujeto vulnerable y en su representación de sí mismo se ve como un sujeto que en cualquier momento —por identificación con padres imaginariamente—se siente expuesto a esa vicisitud. Por otra parte, los padres del fóbico, constantemente preocupados por lo que le puede pasar al hijo, lo ubican en el lugar del que corre peligro, posición con la que se identifica el hijo, asumiendo así como su Yo representación el de alguien que está en situación de riesgo. Pero que la imagen que alguien tiene de sí le venga del “Otro” también permite explicar los casos en que alguien se constituye como desvalorizado frente a padres desvalorizantes; es el caso, por ejemplo de hijos melancólicos de padres paranoicos. Este ejemplo tiene la ventaja de romper con la simplificación que podría aportar la idea de identificación, o sea que el melancólico es el que tuvo padres melancólicos. Aquí el hijo es visto por los padres paranoicos, que proyectan en él sus aspectos rechazados, como el incapaz, el retrasado, el que no prospera, etcétera, y el vástago entonces asume esa imagen como propia. O también podemos consignar el caso de aquellos padres culpabilizantes para quienes el hijo está siempre en infracción; el vástago se identifica entonces con la imagen que los padres tienen de él y a su vez construye su función crítica por identificación con la crítica de los progenitores. Si al psicoanalizar el concepto de identificación hemos separado los dos casos del sentido de “del”, es obvio que no hay tipos puros en cuanto a estar identificado con la imagen del “Otro” tal como el “Otro” nos ve, o tal como el “Otro” se ve a sí mismo. La identidad se construye a través de la dialéctica compleja de la doble acepción de la identificación con la imagen del “Otro”.
Decimos “como el “Otro” se presenta para el sujeto” a fin de señalar que el “Otro” con el cual se identifica el sujeto al construir su Yo no es el “Otro real”, con todos los inconvenientes que podría tener esta denominación, «sino como se cree que el Otro es». Repárese que el tipo de desarrollo que estamos haciendo es similar sobre “el deseo, es el deseo del “Otro” en un doble sentido, con lo que se ve que esta estructura de pensamiento, en donde algo es del “Otro”, es de naturaleza formal, y sirve para distintos problemas, el del deseo, la constitución del Yo, etcétera, porque en última instancia se trata del orden de la intersubjetividad en cuyo seno transcurren esos fenómenos.

La culpabilidad.

“Ocurre con el hombre lo que sucede con el árbol. Cuanto más intenta llegar a las alturas y la claridad, tanto más profundo penetran sus raíces en la tierra hacia las profundidades y la oscuridad… hacia el mal”. Friedrich Wilhelm Nietzsche.

“…la conciencia de culpa preexiste a la falta; la culpa no procede de la falta, sino a la inversa, la falta proviene de la conciencia de culpa. A estas personas es lícito designarlas como criminales por sentimiento de culpabilidad”. Sigmund Freud.
El hombre irremediablemente es culpable; intencionalmente es un criminal, ya que sus crímenes residen en sus fantasía y en los deseos culpables de la infancia (Complejo de Edipo), porque la pulsión de muerte (Tánatos) exigió y obtuvo, de una u otra manera, una satisfacción. Estas satisfacciones disfrazadas, latentes, se manifiestan por los síntomas: la culpabilidad es asimilable a esos síntomas.
“Cuanto más inocentes somos, es decir, cuanto mejor nos apartamos de nuestras pulsiones agresivas, más pasan éstas al servicio del Superyó y mejor armado está para torturarnos. Así los más «inocentes» llevan la carga más pesada de culpabilidad”. Sigmund Freud.
Freud estaba persuadido de que era propio de la naturaleza misma de la doctrina psicoanalítica, en lo que respecta —por ejemplo— a esta concepción de la culpa, presentarse como molesta y subversiva.
El psicoanálisis es como un trago amargo, muy difícil de ingerir, no se trata por supuesto de un rechazo intelectual, sino afectivo porque atenta contra lo más humano que nos enseña la cultura —aunque de manera hipócrita— por ejemplo, la iglesia católica que expresan los valores buenos en oposición al mal, que regularmente son construcciones culturales con lo que gran parte de lo mejor de nosotros mismos es víctima de una represión. Recordando que por medio de la represión, se saca de la conciencia todo aquello que resulte amenazante para la psique, y es relegado a la instancia de lo inconsciente.
Existe una anécdota sobre el viaje de Sigmund Freud y Carl Gustav Jung a Norteamerica donde Freud no pensaba que llevaba un nuevo bálsamo para los trastornos mentales sino con su habitual humor sarcástico, decía a sus compañeros de viaje: «Les llevamos la peste». En alusión a los descubrimientos del psicoanálisis, que dada su naturaleza repulsiva no son del agrado de la mayoría.

La autoagresión. 

Si bien es de suma importancia amarse uno mismo, también toma la misma relevancia no odiarse por ninguna circunstancia. Moh@rt.

La agresión dirigida contra el propio sujeto, cuando éste no se ama sino que se odia —según Edoardo Weiss— a través del eslabonamiento “agresión-desvalorización-colapso narcisista”, puede caer en la depresión, donde juega un papel preponderante el Superyó a través del autorreproche.
Ahora bien, así como el narcisismo es el amor por el propio Yo, o sea, es una relación consigo mismo en que el Yo es tomado como objeto de amor por el sujeto, de igual manera la autoagresión es una relación del individuo consigo mismo en que el Yo es tomado como objeto de odio.
La autoagresión es a la intencionalidad agresiva lo que el narcisismo es al amor. Se abre así toda la posibilidad de analizar la relación de odio consigo mismo como la interiorización de una relación intersubjetiva.