El divorcio y los hijos.

“Cuando uno dice que sabe lo que es la felicidad, se puede suponer que la ha perdido”. Maurice Maeterlinck.

Regularmente el sujeto tiene la íntima convicción de haber atado con firmeza el nudo que lo une a su pareja y haber suprimido todos los medios para no disolver el vínculo. Pero siempre acecha el aflojamiento del nudo del afecto, como la imposición. Lo que puede mantener estables a las parejas por largo tiempo, por paradójico que parezca, es la libertad de terminar en cualquier momento. El deseo de independencia es quizás la fuerza más grande del sujeto. Lamentablemente los hijos son siempre las victimas de las aspiraciones de libertad de sus padres, aspiraciones que terminan generalmente en una dolorosa separación o divorcio.
Los hijos que quieren evitar los errores cometidos por sus padres, que desean diferenciarse de ellos, lo logran sólo durante un tiempo, después se transforman y siguen exactamente sus mismas huellas, es por este motivo, que con frecuencia los vástagos de padres divorciados, también disuelven su matrimonio tarde o temprano.
Los divorcios son siempre tragedias y no existe ningún divorcio feliz, éste tiene una influencia profunda y decisiva sobre el destino de los hijos. No hay dos tragedias que se parezcan, como no se parecen dos sujetos en el mundo; por ello los problemas que implica el divorcio son tan numerosos como variados.
En ocasiones existen condiciones para romper la unión de una pareja, porque de pronto dos seres sensibles se dan cuenta que sus naturalezas no armonizan y deciden de común acuerdo o por conveniencia de uno de ellos, separarse. Pueden haber engendrado a uno o varios hijos que por lo regular se quedan a vivir con la madre. Posteriormente el padre va a visitar a sus vástagos, de cuando en cuando, a casa de ella; pero tarde o temprano el padre se vuelve a casar, y ella al igual que él, también conforman un nuevo vínculo.
Muchos matrimonios que parecen ser armónicos no lo son en realidad; el conflicto se disimula, en algunos casos los niños no presencian las divergencias, pero la atmósfera en la casa está cargada de dichos conflictos: “La maldición por las malas acciones hace que nunca cese de engendrase el mal”.
Por otro lado, la divinidad de los padres cae de su pedestal cuando los hijos advierten la actitud hipócrita de sus progenitores que los educan con una moral estricta, moral que nunca detentan los propios padres. Así el hijo está sometido a una “doble moral”; la que sus padres les inculcan y la que estos mismos padres practican. Esta duplicidad de la moral favorece la psicopatología que se hará manifiesta cuando el hijo crezca, reduciendo con ello la felicidad del hijo, tornándolo inepto para la vida y desdichado para el amor. “La felicidad consiste en la posibilidad de aceptar la realidad. La felicidad no estriba en alcanzar y lograr las más altas metas. El sujeto modesto hallará más fácilmente la clave de la felicidad que aquel que ambiciona todo”.

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